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lunes, 21 de abril de 2014

"De los Vicios y de sus Remedios". Prédica de Fray Luis de Granada.

Prédica:

  De los Vicios y de sus Remedios

Fray Luis de Granada

Fray Luis de Granada (1504-1588)


Pecado mortal en común


Presupuestos ya estos dos preámbulos, el primer fundamento desta obra y la primera piedra deste edificio es asentar en tu corazón un muy firme y determinado propósito de morir mil muertes, si fuese necesario, antes que hacer un pecado mortal contra Dios. De manera que, así como una mujer noble y virtuosa está aparejada para morir antes que hacer traición a su marido, así el cristiano debe ser tan fiel a Dios, y debe estar tan casado con él, que esté aparejado a padecer cualquier detrimento de vida, de honra y de hacienda, por grande que sea, antes que cometer esta manera de traición contra él. Para lo cual, entre otras muchas cosas, te aprovechará entender las pérdidas en que un hombre cae por un pecado mortal, las cuales son tantas y tan grandes, que quienquiera que atentamente las considerare, no podrá dejar de quedar atónito y espantado de ver la facilidad que muchos tienen en cometer este género de pecados.


Porque por este pecado se pierde primeramente la gracia del Espíritu Santo, que es la mayor dádiva de cuantas Dios puede dar a una pura criatura en esta vida. Porque no es otra cosa gracia sino una forma sobrenatural que hace al hombre, si decir se puede, pariente de Dios, que es consorte y participante de la naturaleza divina. Piérdese también la amistad y privanza con Dios, que anda siempre en compañía de la misma gracia. Y si es mucho perder la de un príncipe de la tierra, bien se ve cuánto más será perder la del rey de cielos y tierra. Piérdense también las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo, con los cuales el hombre estaba hermoso y ataviado en los ojos de Dios, y armado y fortalecido contra todo el poder y fuerzas del enemigo. Piérdese el derecho del reino de los cielos, que también procede desa misma gracia, porque por la gracia se da la gloria, como dice el apóstol. Piérdese el espíritu de adopción que nos hace hijos de Dios, y así nos da espíritu y corazón de hijos para con él. Y junto con este espíritu, se pierde el tratamiento de hijo y la providencia paternal que Dios tiene de aquellos que así recibe por hijos, que es uno de los grandes bienes que en este mundo se pueden poseer, en el cual con grandísima razón se gloriaba el profeta cuando decía: «Alegrarme he, Señor, en verme puesto debajo la sombra de tus alas», que es debajo de la tutela y providencia paternal que tienes de los que recibes por tuyos.


Piérdese también por aquí la paz y serenidad de la buena conciencia. Piérdense los regalos y consolaciones del Espíritu Santo. Piérdese el fruto y mérito de todos cuantos bienes se han hecho en toda la vida hasta aquella hora. Piérdese la participación de los bienes de toda la Iglesia, de los cuales no goza el hombre de la manera que antes gozaba. Y, sobre todo esto, piérdese la participación de los méritos de Cristo nuestra cabeza, por no estar el hombre con él unido como miembro vivo por caridad y por gracia. Todo esto se pierde por un pecado mortal. Y lo que se gana es quedar condenado a las penas del infierno para siempre, quedar por entonces borrado del libro de la vida, quedar hecho en lugar de hijo de Dios, esclavo del demonio, y en lugar de templo y morada de la Santísima Trinidad, hecho cueva de ladrones y nido de serpientes y basiliscos. Finalmente, queda el hombre como quedó el rey Sedequías en poder de Nabucodonosor, o como Sansón después de perdidos los cabellos en que estaba toda su fortaleza, flaco como todos los otros hombres, y en poder de sus enemigos, los cuales le arrancaron los ojos y le ataron a una atahona como a bestia, y así le hacían moler y entender en oficio de bestia. Pues en este mismo estado queda el hombre miserable después que por el pecado pierde los cabellos -que es la fortaleza y ornamento de la divina gracia-, flaco para todas las obras buenas, y ciego para el conocimiento de las cosas divinas, y cautivo en poder de los demonios, los cuales lo ocupan siempre en oficios de bestia, que es en cumplir y poner por obra todos sus apetitos bestiales.


¿Parécete, pues, que es estado éste para desear? ¿Parécete que son pérdidas éstas para temer? ¿Parécete que es posible que tengan seso de hombres los que, teniendo esto por fe, osan cometer con tanta facilidad tantos pecados? Verdaderamente ésta es una de las cosas de mayor asombro y espanto que hay en el mundo. Porque cosa es pecado mortal, que ni de un rayo que cayese par de nosotros, ni del mismo infierno que viésemos abierto ante los ojos, habíamos de tener tan grande espanto como de sólo oír este nombre de pecado mortal.


Pues de todas estas consideraciones te debes aprovechar cada vez que fueres solicitado del enemigo a pecar, pesando en una balanza, por una parte todas estas pérdidas, y por otra el interés y golosina del pecado, y mirando si es razón que, por una tan sucia y tan torpe ganancia, pierdas todos estos tan grandes y tan inestimables tesoros. Porque el que esto hiciere, ninguna cosa le falta para ser hijo heredero de aquel profano Esaú, de quien dice la Escritura que vendió un tan rico mayorazgo que le pertenecía por una tan baja golosina; y, esto hecho, fuese, haciendo poco caso de haber vendido una heredad de tanto precio.



Los pecados en particular


Y aunque de todos los pecados mortales generalmente se debe el hombre apartar, pero señaladamente lo debe hacer de estos seis, que son los más ordinarios y en que más veces puede caer.


Entre los cuales, el primero y el más grave de todos es la blasfemia, que es un pecado muy vecino a los tres mayores pecados del mundo, que son infidelidad, desesperación y odio de Dios -que es absolutamente el mayor de todos, al cual es muy semejante la blasfemia, porque el blasfemo, si pudiese en aquella hora tomar a Dios entre los dientes, parece que lo despedazaría con aquel espíritu de furor que el demonio le inspira-. Por donde dijo san Agustín que no menos pecaban los que blasfemaban de Cristo, que ahora reina en el cielo, que los que le crucificaron cuando estaba acá en la tierra. Éste es un pecado que castiga Dios tan gravemente, que porque el rey Senaquerib blasfemó contra él, le mató en una noche ciento y ochenta y cinco mil hombres que tenía puestos en campo, y de ahí a pocos días se levantaron contra él sus propios hijos y le mataron. Porque justa cosa era que los mismos hijos rebelasen contra el padre que había sido rebelde y blasfemo contra Dios.


Las mujeres no caen en este pecado comúnmente, pero caen en otro muy semejante a él, que es volverse contra Dios en los trabajos que les envía, y quejarse dél y de su providencia, y poner mácula en su justicia, y decir que no le agradecen la vida que les da, y maldecir al día de su nacimiento y el siglo de sus padres, y pedirse la muerte con la ira y rabia que tienen, y quejarse porque tanto tarda, y a veces ofrecerse al demonio y echar maldiciones sobre sí. Todo esto es linaje de blasfemia, y, todo, lenguaje que propiamente se usa en el infierno entre los condenados, los cuales día y noche ninguna otra cosa hacen sino ésta. Y déstos parece que han de ser compañeros los que ahora usan este mismo oficio y hablan en esta misma lengua. Y por esto, si tú temes ser deste número, trabaja por humillarte y abajar la cabeza en todos los trabajos que Dios te envía, tomándolos de su mano como una purga ordenada por un sapientísimo médico para tu remedio, presuponiendo que Dios es la misma bondad y la misma rectitud y justicia, y que tan imposible es hacer cosa mal hecha, como dejar de ser el que es.


Y si dices que los trabajos son grandes, piensa cuerdamente que no los haces menores con la impaciencia, sino antes con ella los acrecientas y doblas. Y si quieres hacer que te parezcan pequeños, compáralos, como aconseja san Bernardo, con cuatro cosas, conviene saber, con los beneficios que has recibido de Dios, y con los pecados que has hecho contra él, y con las penas del infierno que por ellos mereces, y con la gloria del Paraíso que por ellos esperas. Y con cualquier cosa destas que los compares, te parecerán pequeños, cuanto más si los comparas con todas ellas juntas.


El segundo pecado, que tampoco está muy lejos de éste, es jurar el nombre de Dios en vano. Porque este pecado es derechamente contra Dios, y así, de su condición, es más grave que cualquier otro pecado que se haga contra el prójimo, por muy grave que sea. Y no sólo tiene esto verdad cuando se jura por el mismo nombre de Dios, sino también cuando se jura por la cruz, y por los santos, y por la vida propia. Porque cualquiera destos juramentos, si cae sobre mentira, es pecado mortal, y pecado muy reprendido en las escrituras sagradas como injurioso a la divina majestad.


Verdad es que cuando el hombre descuidadamente, sin mirar en ello, jura mentira, excusarse ha de pecado mortal, porque donde no hay juicio de razón ni determinación de voluntad, no hay esta manera de pecado.


Mas esto no se entiende en los que tienen costumbre de jurar a cada paso sin hacer caso ni mirar cómo juran, y no les pesa de tenerla ni procuran hacer lo que es de su parte por quitarla. Porque éstos no se excusan de pecado cuando, por razón desta mala costumbre, juran mentira sin mirar en ello, pudiendo y debiendo mirarlo. Ni pueden alegar diciendo que no miraron en ello ni era su voluntad jurar mentira. Porque, supuesto que ellos quieren tener esta mala costumbre, también quieren lo que se sigue de ella, que es éste y otros semejantes inconvenientes. Y por esto no dejan de imputárseles por pecados, y llamarse voluntarios.


Por esto debe trabajar el cristiano todo lo posible de desarraigar de sí esta mala costumbre, para que así no se le imputen estos descuidos por culpa mortal. Y para esto no hay otro mejor medio que tomar aquel tan saludable consejo que nos dio primero el Salvador, y después su apóstol Santiago diciendo: «Ante todas las cosas, hermanos míos, no queráis jurar ni por el cielo ni por la tierra, ni otro cualquier juramento; sino sea vuestra manera de hablar, sí por sí, y no por no, porque no vengáis a caer en juicio de condenación.» Quiere decir: porque no os lleve la costumbre a jurar alguna mentira por donde seáis juzgados y sentenciados a muerte perpetua.


Y no sólo de su propia persona, sino también de sus hijos y familia y casa trabaje por desterrar este tan peligroso vicio, reprendiendo y avisando a todos sus familiares cuando los viere jurar cualquier juramento que sea. Y cuando él mismo en esto se descuidare, tenga por estilo de dar alguna limosna, o rezar siquiera un Pater noster y Ave María, para que esto le sea, no tanto penitencia de la culpa, cuanto memorial y despertador para no caer más en ella.


El tercero pecado que debe huir después déste es todo género de torpeza y carnalidad, en el cual pecado puede el hombre caer, o por obra, o por palabra, o por pensamiento y deseo determinado de hacer algún mal recaudo, o también por delectación morosa, que es otra manera de pecado mortal más sutil y menos conocido. Y delectación morosa llamamos, cuando un hombre voluntariamente se quiere estar pensando y deleitando en un pensamiento torpe, aunque no le quisiese poner por obra. Porque también esto es pecado mortal como lo demás. Esto se entiende cuando el hombre velo que piensa, y quiere estarse en ello, o no lo quiere apartar de sí. Porque si esto fuese como a traición, y el hombre no echase de ver lo que hace, y cuando volviese en sí y se hallase con el hurto en las manos trabajase por sacudirle de sí, ya esto no sería pecado mortal, por la falta que hubo de deliberación.


El cuarto pecado mortal es cualquier odio y enemistad formada, que comúnmente viene acompañada con deseo de venganza. Digo esto porque cuando es algún rencorcillo y disgusto entre personas, que no llega a deseos de venganza ni a desear mal, o pedirlo a Dios o procurarlo, no es pecado mortal. Mas de la otra manera sí, y muy grave, como luego se verá.


El quinto pecado mortal es retener lo ajeno contra la voluntad de su dueño. Porque todo el tiempo que desta manera lo retiene, está en estado de condenación, como si estuviese enemistado o amancebado. Porque no sólo es pecado mortal el tomar lo ajeno, sino también el retenerlo contra voluntad de cuyo es. Y no basta que tenga el hombre propósito de restituir adelante, como algunos hacen, si luego lo puede hacer, porque no sólo tiene obligación a restituir, sino también a luego restituir si luego puede. Porque si no pudiese luego, o del todo no pudiese, por haber venido a suma pobreza, en tal caso no sería obligado ni a uno ni a otro, porque Dios no obliga a nadie a lo imposible.


El sexto pecado mortal es quebrantar cualquiera de los mandamientos de la Iglesia que obligan debajo de precepto, como son oír misa entera con atención domingos y fiestas, confesar una vez en el año, comulgar por Pascua, y ayunar los días que ella manda, etc. Este ayuno obliga de veintiún años arriba a los que no son enfermos o muy flacos, o viejos o trabajadores, o mujeres que crían o están preñadas, y a los que no tienen para comer bastantemente una vez al día. Y así puede haber otros impedimentos semejantes.


En lo que toca al oír de las misas los días de obligación, hase de advertir que no cumple con este mandamiento el que está en la misa con sólo el cuerpo, y mucho menos el que allí está parlando. Sino es necesario que procure estar allí atento a la misa y a los misterios de ella o de alguno otro santo pensamiento, o a lo menos rezando alguna cosa devota.


Ítem, los que tienen empleados, criados, hijos y familia deben procurar con todo estudio y diligencia que éstos oigan misa los días de obligación, y si no pudieren acudir a la mayor por haber de quedar en casa a aderezar la comida o a otras cosas necesarias, a lo menos procuren que ese día por la mañana oigan una misa rezada, para que así cumplan con esta obligación. En lo cual hay muchos señores de familia muy culpados y negligentes en esta parte, los cuales darán a Dios cuenta estrecha desta negligencia. Verdad es que cuando se ofreciese urgente y razonable causa por donde no se pudiese oír la misa, como es estar curando de un enfermo o cosas semejantes, entonces no sería pecado dejar la misa, porque la necesidad carece de ley.



Otras seis maneras de pecados que muchas veces pueden ser mortales


Estas seis maneras de pecados susodichos siempre son mortales. Hay otras seis que, aunque no siempre sean mortales, muchas veces lo pueden ser, y comúnmente son pecados veniales graves y muy vecinos a mortales, por lo cual se deben también evitar con todo estudio y diligencia.


Entre los cuales el primero es la envidia, que aunque no todas veces sea pecado mortal -como cuando es de cosas pequeñas, o cuando es más un movimiento en la parte sensitiva de nuestra ánima, que en la voluntad determinada por juicio de razón-, mas muchas veces lo puede ser, cuando es en cosas graves y con juicio y determinación de la voluntad. Y ella misma de su linaje es pecado mortal, porque milita contra la caridad, en la cual consiste la vida del ánima. Y por tanto debe el hombre huir deste pecado como de la misma muerte.


El segundo pecado es ira, que aunque no siempre, ni las más veces, sea pecado mortal, algunas veces lo puede ser, como cuando llega a decir palabras, no sólo desentonadas y coléricas, sino también afrentosas e injuriosas al prójimo. Y cuando no es pecado mortal, a lo menos es pecado grave y que desasosiega mucho el ánima y turba la paz de la conciencia. Los señores que tienen empleados y criados bien pueden, cuando es razón, castigarlos por obra y por palabra, mas deben refrenar cuanto pudieren la ira del corazón, y guardarse de llamarles perros o moros, o de encomendarlos al demonio, o de echarles maldiciones, especialmente cuando son hijos.


El tercero pecado es murmuración, la cual algunas veces viene a parar en detracción, porque comenzando a decir de una persona las culpas públicas y livianas, de ahí venimos poco a poco a parar en las secretas y graves, con que una persona queda infamada y publicada por mala, lo cual sin duda es de grandísimo peligro y perjuicio, pues es contra la fama y la honra, la cual todos tienen en más que la hacienda, y algunos aún en más que la misma vida.


El cuarto pecado es escarnecer y mofar del prójimo. El cual vicio tiene toda la fealdad que el pasado, y añade más sobre él soberbia, presunción, menosprecio y desdén, que es una cosa muy aborrecible a Dios y al mundo. Por lo cual mandaba el mismo Dios en la ley, diciendo: «No serás maldiciente ni escarnecedor en los pueblos.»


El quinto pecado es juzgar temerariamente los hechos y dichos de los prójimos, echando a mala parte lo que se podía echar a buena, contra aquello que el Salvador nos manda en el evangelio diciendo: «No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados.» Esto también muchas veces puede ser pecado mortal, cuando lo que se juzga es cosa grave, y se juzga livianamente y con poco fundamento. Mas cuando la cosa fuese liviana y el juicio fuese más sospecha que juicio, entonces no sería pecado mortal. En este pecado hay un grande y no conocido peligro, algunas veces en hombres y muchas más en mujeres, las cuales, cuando les falta algo de sus casas o tienen celos de sus maridos, con el dolor y escocimiento de lo uno o de lo otro, dan lugar a su corazón de sospechar, y a veces también de juzgar sobre fulano y fulana, por muy livianos indicios que tengan. Y lo que peor es: muchas veces sacan por la boca lo que tienen en el corazón, donde vienen a hacer a una ladrona, a otra mala mujer, a otra entrevenidera o hechicera. Donde caen en dos grandes pecados: el uno juzgar al prójimo, y el otro levantarle falso testimonio, a quien después quedan obligadas a restituir su fama, que por maravilla restituyen.


El sexto pecado es mentira y lisonja, que también pueden ser pecados mortales cuando lo uno o lo otro cae en cosa grave y perjudicial al prójimo. Lo cual es pecado mortal, y aún con cargo de restitución, cuando de aquí se siguió algún daño notable.


Éstos son los pecados más cotidianos, en que más veces suelen caer los hombres. De los cuales, todos debemos siempre huir con suma diligencia, de los unos porque son mortales, y de los otros porque están muy cerca de serlo, demás de ser de suyo más graves que los otros comunes veniales. Desta manera conservaremos la inocencia y aquellas vestiduras blancas que nos aconseja Salomón, cuando dice: «En todo tiempo estén blancas tus vestiduras, y nunca jamás falte olio de tu cabeza», que es la unción de la divina gracia, la cual nos da lumbre y fortaleza para todas las cosas, y nos enseña y esfuerza para todo bien.


Los pecados veniales


Y aunque éstos sean los principales pecados de que te debes guardar, no por eso pienses ya que tienes licencia para aflojar la rienda a todos los otros pecados veniales. Antes instantísimamente te ruego no seas del número de aquellos que, en sabiendo que una cosa no es pecado mortal, luego sin más escrúpulo se arrojan a ella con grandísima facilidad. Acuérdate que dice el Sabio que el que menosprecia las cosas menores, presto caerá en las mayores. Acuérdate del proverbio que dice que por un clavo se pierde una herradura, y por una herradura un caballo, y por un caballo un caballero. Las casas que vienen a caer por tiempo, primero comenzaron por unas pequeñas goteras y ésas poco a poco pudrieron la madera, y así vinieron a arruinarse y dar consigo en tierra. Acuérdate que aunque sea verdad que no bastan siete ni siete mil pecados veniales para hacer un mortal, pero que todavía es verdad lo que dice san Agustín por estas palabras: «No queráis menospreciar los pecados veniales porque son pequeños, sino temedlos porque son muchos. Porque muchas veces acaece que las bestias pequeñas, cuando son muchas, maten los hombres. ¿Por ventura no son muy menudos los granos del arena? Pues si cargáis un navío de mucha arena, presto se irá con ella a fondo. ¡Cuán menudas son las gotas del agua! ¿Por ventura no hinchen los caudalosos ríos y derriban las casas soberbias?» Esto, pues, dice san Agustín, no porque muchos pecados veniales hagan un mortal, como ya dijimos, sino porque disponen para él y muchas veces vienen a dar en él. Y no sólo esto es verdad, sino también lo que dice san Gregorio, que muchas veces es mayor peligro caer en las culpas pequeñas que en las grandes. Porque la culpa grande, cuanto más claro se conoce, tanto más presto se enmienda; mas la pequeña, como se tiene en nada, tanto más peligrosamente se repite, cuanto más seguramente se comete.


Finalmente, los pecados veniales, por pequeños que sean, hacen mucho daño en el ánima, porque quitan la devoción, turban la paz de la conciencia, apagan el fervor de la caridad, enflaquecen los corazones, amortiguan el vigor del ánimo, aflojan el rigor de la vida espiritual y,finalmente, resisten en su manera al Espíritu Santo e impiden su operación en nosotros. Por donde con todo estudio se deben evitar, pues nos consta cierto que no hay enemigo tan pequeño que, despreciado, no sea muy poderoso para dañar.


Y si quieres saber en qué géneros de cosas se cometen estos pecados, digo que en un poco de ira o de gula o de vanagloria, en palabras y pensamientos ociosos, en risas y burlas desordenadas, en tiempo perdido, en dormir demasiado, en mentiras y lisonjerías de cosas livianas, y así en otras cosas semejantes.


Tenemos, pues, aquí señaladas tres diferencias de pecados: unos, que comúnmente son mortales; otros, que comúnmente son veniales; otros, como medios entre estos dos extremos, que a veces son mortales y a veces veniales. De todos conviene que nos guardemos, pero mucho más de estos que están como en el medio, y mucho más de los mortales, pues por ellos solos se rompe la paz y amistad con Dios y se pierden todos aquellos bienes que arriba dijimos. Ahora será bien que tratemos de los remedios generales que hay contra ellos.



De los remedios generales contra todo pecado


Y porque no basta descubrir las llagas si no se provee de medicina contra ellas, señalaré aquí en breve doce maneras de remedios generales que hay contra todo género de pecados, especialmente contra los mortales.


Entre los cuales, el primero es considerar atentamente todas aquellas pérdidas que dijimos se perdían por un pecado mortal. Porque apenas puede haber hombre que tenga seso y se ponga a considerar todas aquellas pérdidas sobredichas, o parte de ellas, que tenga manos o corazón para cometer un pecado desta cualidad.


El segundo, huir las ocasiones de pecados, como son juegos, malas compañías, conversaciones, comunicaciones sospechosas, y vista y trato de mujeres, porque quien esto no evita, bien puede tenerse por caído y llorarse ya por muerto. Si un hombre estuviese tan flaco y enfermo que de su estado propio cayese muchas veces en tierra, ¿qué seguridad tendría éste si le tirasen por el brazo o le diesen un empellón? Pues si el hombre, por el pecado, quedó tan miserable y tan flaco que muchas veces cae por su propia flaqueza sin tener ocasión para caer, ¿qué hará ofreciéndosele ocasión para ello, pues es verdadera sentencia que en el arca abierta el justo peca?


El tercero es resistir al principio de la tentación con grandísima presteza, poniendo ante los ojos del ánima a Cristo crucificado, con aquella misma figura lastimera que tuvo en la cruz, todo hecho llagas y

ríos de sangre, y acordarse que aquél es Dios, y que se puso allí por el pecado, y temblar de hacer cosa que fue parte para traer a Dios en tal estado. Y considerando esto, llamémosle de lo íntimo de nuestro corazón para que nos ayude y libre dese dragón infernal, y no permita que tan gran trabajo suyo haya sido tomado por nosotros en vano.


El cuarto es el uso de los sacramentos, que no son otra cosa sino remedios inventados por Dios para curar los pecados hechos y preservar de los venideros, y es el mayor beneficio que recibimos en la ley de gracia. Y aunque en todo tiempo tenga sazón el uso de los sacramentos, pero especialmente al tiempo de la tentación es grandísimo remedio acudir a la confesión. Y si alguna vez, lo que Dios no permita, cayeses en pecado, en ninguna manera te debes acostar con él, porque no sabes lo que será de ahí a la mañana, sino trabaja ese mismo día por confesarte y arrepentirte, porque, como dice san Gregorio, «si el pecado no se quita luego por la penitencia, luego con su propia carga trae otro en pos de sí».


El quinto es el uso de la frecuente y devota oración, en la cual se pide fortaleza y gracia contra el pecado y se gustan las consolaciones del Espíritu Santo, con que fácilmente se desprecian las del mundo, y se alcanza el espíritu de la devoción esencial que nos hace prontos y hábiles para todo bien.


El sexto es lección de buenos y santos libros, con la cual se ocupa bien el tiempo, y se alumbra el entendimiento con el conocimiento de la verdad, y se enciende la voluntad en devoción, y así se hace el hombre más fuerte contra el pecado y más hábil para toda virtud.


El séptimo es ocupación en obras pías y ejercicios honestos, porque el hombre ocioso es como la tierra holgada, que no llega otra cosa sino cardos y espinas. Por donde con razón dijo el Sabio que muchos males enseñó al hombre la ociosidad.


El octavo es el ayuno y las asperezas corporales, y abstinencia de vino y de manjares calientes, porque, entre otros loores que tiene el ayuno, éste es muy principal que, enflaqueciendo el enemigo doméstico, enflaquece también todos los ímpetus y pasiones dél. Y por esta causa, y también por satisfacción de nuestros pecados y por imitación y honra de la pasión de Cristo, se da por muy saludable consejo que el cristiano procure cada día, y especialmente todos los viernes del año, hacer alguna manera de penitencia, aunque sea pequeña, o en el comer, o en el beber, o en el dormir, o en estar de rodillas, o en sufrir algún pequeñuelo trabajo, o en perdonar algún enojo, o en negar su propia voluntad y apetito en cosas que mucho desea, o en otra cualquier obra semejante. Porque esto aprovecha, no sólo para remedio de los pecados, sino también para otros grandes provechos.


El nono es silencio y soledad, porque como dice Salomón, «en el mucho hablar no pueden faltar pecados», y, como dijo otro sabio, «nunca entré en la compañía de otros hombres, que no saliese de allí menos hombre». Y por esto el que quiere quitar parte de sus armas al pecado, huya de conversaciones, de compañías no necesarias, y de visitaciones y cumplimientos de mundo, porque por experiencia hallará, si esto no hace, cuál vuelve después a su posada, cuán desconsolado y descontento, y cuán llena la cabeza de imágenes y representaciones de cosas que le dan bien en qué entender al tiempo que quiere recogerse.


El décimo es examinarse cada noche antes que se acueste, y tomarse cuenta de lo que ha hecho aquel día y de cómo ha gastado el tiempo. Y puede proceder en este examen por los mismos documentos desta regla, considerando si ha caído en alguno destos doce pecados que aquí habemos contado, y desfallecido en los remedios. Desta manera podrá examinarse, y también acusarse ante Dios, de la soberbia y vanagloria, de la envidia, rencores o enemistades, de las sospechas y juicios temerarios, de la vana tristeza y vana alegría por las cosas del mundo, de los deseos desordenados de tener haciendas o estados u honras temporales, de las tentaciones contra la fe y contra la limpieza y castidad, de las mentiras y palabras ociosas, de los juramentos sin necesidad, de las burlas y palabras dichas en ofensas del prójimo, de la pereza y negligencia en las obras de virtud, de que eres tibio en el amor de Dios, desagradecido a su majestad, olvidado de los beneficios recibidos, seco como una arista en la oración, frío en la caridad con los pobres. Y de todo esto en particular te pese, y pide perdón a nuestro señor con firme propósito de la enmienda. Y después que así hubieres lavado con lágrimas tu lecho según lo hacía David, dormirás con más sosegado sueño y sentirás grande alivio de tu conciencia y espiritual consolación en tu alma.


Y para los que son particularmente tentados de algún vicio -como es ira, vanagloria, jactancia u otros semejantes- es muy gran remedio, demás deste examen y confesión de la noche, armarse cada día por la mañana con propósitos y oraciones contra este tal vicio, pidiendo instantemente al Señor especial ayuda contra él, porque esta manera de prevención y reparo cotidiano hace mucho al caso para ganar victoria del enemigo. Y no menos ayuda para esto tomar cada semana una especial empresa, o de vencer un vicio o de alcanzar una virtud, porque desta manera poco a poco va el hombre ganando tierra y alcanzando virtudes y apoderándose de sí mismo.


El undécimo remedio es vivir con cuidado de evitar aún los pecados veniales, pues ellos son los que disponen para los mortales, de lo cual arriba ya tratamos. Porque el que está habituado a huir los menores males, mucho más se guardará de los mayores.


El duodécimo y último remedio es romper con el mundo y con todas sus leyes, vanidades y cumplimientos, y no hacer caso del decir de las gentes, porque éste es el primer capítulo que ha de aceptar el que trata de amistad con Dios, según aquello de Santiago que dice: «Quienquiera que quisiere ser amigo de Dios, luego se ha de declarar por enemigo del mundo.» Porque de otra manera, como dice el Salvador, «imposible es servir a dos señores», especialmente siendo tan contrarios como son, pues Dios es la suma de todos bienes, y el mundo está todo, como dice san Juan, armado sobre males. Y tenga por cierto quienquiera que no rompiere con el mundo, ni le perdiere la vergüenza en lo que debe perderse, que no podrá dejar de hacer muchos males por temor del mundo, y excusarse de muchos bienes por la misma causa. Y esto basta para tenerse por siervo del mundo y no de Dios, pues, por no descontentar al mundo, descontenta a Dios.




De los remedios particulares contra los vicios


Estos son los remedios generales que se suelen dar contra los vicios.


Hay otros particulares que militan contra cada uno de los vicios en particular. Y porque las raíces de todos cuantos vicios hay son aquellos siete que por esto se llaman capitales, contra éstos puedes aprovecharte destos brevísimos y eficacísimos remedios, con los cuales se defendía un religioso varón, diciendo así:


Contra la soberbia

Cuando considero a cuán grande extremo de humildad se abajó aquel altísimo hijo de Dios por mí, nunca tanto me pudo abatir alguna criatura, que no me tuviese por digno de mayor abatimiento.


Contra la avaricia

Como entendí que con ninguna cosa podía mi ánima tener hartura sino con sólo Dios, parecióme que era gran locura buscar otra cosa fuera de él.


Contra la lujuria

Después que entendí la grandísima dignidad que mi cuerpo recibe cuando recibe el sacratísimo cuerpo de Cristo, parecióme que era grande sacrilegio profanar el templo, que él para sí consagró, con la torpeza de los pecados carnales.


Contra la ira

Ninguna injuria de hombres bastará para turbarme, si me acordare de las injurias que yo tengo hechas contra Dios.


Contra el odio y envidia

Después que entendí cómo Dios había recibido un tan gran pecador como yo, no pude querer a nadie mal ni negarle perdón.


Contra la gula

Quien considerare aquella amarguísima hiel y vinagre que en medio de sus tormentos se dio por último refrigerio al Hijo de Dios, que por ajenos pecados padecía, habrá vergüenza de buscar manjares regalados y exquisitos, teniendo tanta obligación a padecer algo por sus propios pecados.


Contra la pereza

Como entendí que después de tan brevísimo trabajo se alcanzaba gloria perdurable, parecióme que era muy pequeña cualquier fatiga que por esta causa se padeciese.


El siguiente video contiene la totalidad de la predicación anterior: "De los Vicios y de sus Remedios", de Fray Luis de Granada.


VIDEO:


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Fuente: Guía de pecadores, de Fray Luis de Granada (1504-1588).

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