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martes, 14 de mayo de 2019

"¿El divorcio se permite?” Sermón de San Asterio, Obispo de Amasea, siglo IV.

¿EL DIVORCIO ES PERMITIDO?

SERMÓN DE SAN ASTERIO (350-410, A.D.)
Obispo de la Sede Metropolitana de Amasea en el Ponto.
Sus escritos están resumidos en la Patrología Griega,
colección escrita en Griego por los Padres de la Iglesia,
Siglo IV, Tomo XL








  El sábado y domingo son dos días de la semana cuya llegada es agradable para los que aman la piedad y los que se ocupan de trabajos pesados. Estos son días en que, como una buena madre, la Iglesia reúne a sus hijos, e invita a sus ministros a subir al púlpito para instruirlos; así es como compromete a los doctores y los discípulos a ocuparse de los intereses de la salvación eterna. Los discursos pronunciados ayer en este recinto todavía resuenan en mis oídos, y recuerdo perfectamente el tema que trataron. Me parece que veo la cruz levantada por el santo profeta Isaías, los trajes del Señor cubiertos de sangre y tan rojos como los del vendimiador en el lagar, el Salvador mismo que lleva en su manos la recompensa debida a los justos. Veo a Salomón sosteniendo con mano firme la balanza de la justicia. Compadezco al deudor del Evangelio, que no tuvo para su compañero la misma clemencia que el Señor había mostrado con él, y que se atrajo por su dureza una desgracia irreparable. Éstos son, en efecto, los textos de los discursos que oímos como pueden recordarlo todos los que nos siguieron con atención.

  El Espíritu Santo todavía nos ofrece admirables lecciones sobre esta mesa augusta que ustedes ven; pero me llamó especialmente la atención la conducta de aquellos fariseos que intentaron sorprender al Salvador con sus preguntas insidiosas. Veo con pena sus intentos culpables cuando desean engañar con sus artificios al propio Autor de la sabiduría, mientras que el Hijo de Dios los confunde fácilmente y hace inútiles todos sus esfuerzos. Parece que Isaías se refería a ellos, cuando dijo: "Confundió a los sabios del mundo, probó que su sabiduría era sólo locura y le bastaron unas palabras de su Hijo". David dice lo mismo: "Se sirvieron de su lengua para engañar: júzgalos, Señor, y que sean forzados a abandonar sus proyectos". No obstante, si ellos son nuestros adversarios, les debemos agradecimiento, por haber apremiado a la Sabiduría divina para explicarnos, y haber recibido respuestas que son para nosotros tantas lecciones instructivas consagradas por los Libros Sagrados. Ahora es sobre el matrimonio, es decir sobre el acto más importante de la vida humana, que quedan las instrucciones del Salvador. Define su fin, sus límites, los principios que sirven para formarlo o para disolverlo. Qué ambos sexos me escuchen con atención, con el fin de que hombres y mujeres conozcan recíprocamente sus deberes: "¿Podemos repudiar a la mujer por cualquiera que sea su causa?". Tal es la pregunta planteada por los Judíos.

  Aquí ya imagino sus intenciones secretas: habían pensado que las mujeres estaban más dispuestas a creer en la misión de Cristo, a celebrar sus milagros y a reconocer su Divinidad (y no se equivocaban en este punto, como se comprueba más tarde en esa muchedumbre de mujeres que siguieron al Salvador hasta el lugar de su suplicio, y que lloraron amargamente su muerte). Su fin era pues, atraerlo hacia ese terreno peligroso, arrancarle alguna palabra que lo hiciera odioso al género femenino; era una trampa que le tendían. Pero con su mirada divina penetra en sus artificios, y como sus preceptos siempre fueron marcados por la caridad más dulce, escapa de sus astucias, y da una respuesta a favor de las mujeres. Los fariseos habían planteado su pregunta, y ávidamente escuchaban para explotar las palabras que saldrían de la Boca del Salvador; pero engañados en su expectativa, se retiran como lobos cuya presa acaba de escapar. La creación, les dice, prueba que el fin es de unirse y no separarse: el Creador de todas las cosas asimismo estableció el matrimonio y comprometió a la primer pareja en sus nculos sagrados; por esta institución, quiso imponerles a todos sus descendientes como una ley inviolable los deberes de vivir en familia. Los que son enlazados por esta unión estrecha no forman más dos personas distintas, sino una sola carne. Qué el hombre no separe nunca lo que Dios unió. Tal fue el lenguaje que Jesucristo mantuvo con los fariseos.

 Escuchen, todos ustedes que especulan con el género femenino, que cambian de mujer más a menudo que de vestido, que preparan o deshacen sus lechos nupciales como las tiendas de sus ferias, que contemplan el matrimonio con el mismo ojo que un acto de comercio, que se casan con el dinero que se les aporta en dote, que ven a las mujeres como un objeto mercantil y de un rico producto, que por las razones más simples piden una separación, y que durante su vida han reducido a varias mujeres al estado de viudez. Entérense y persuádanse bien que solo hay dos causas legítimas que pueden romper los lazos del matrimonio, la muerte y el adulterio. Esta unión sagrada, contraída bajo los auspicios de la religión y de la ley, no se parece en nada a esas relaciones que se mantienen con mujeres perdidas, relaciones efímeras cuyo solo fin es el placer. Nada semejante en el matrimonio: aquí el alma y el cuerpo obedecen a los mismos compromisos; la unión en el corazón no debe ser menos íntima que en la carne. ¿Cómo pues te decides tan fácilmente a una ruptura? ¿Cómo, sin motivo importante, te separas de la que elegiste como tu compañera eterna y a la que no recibiste para unos instantes? Abandonas a esa mujer, a la que se podría llamar tu hermana, al mismo tiempo que es tu esposa. Es tu hermana, en efecto, por su origen que es común a tí, y por el carácter que el Creador grabó en ella: es tu esposa por los vínculos sagrados que el matrimonio estableció entre ella y tú. ¿Cómo te atreves a romper tan ligeramente esta doble unión, restringida a la vez por la ley y por la naturaleza? ¿Cómo te atreves a faltar a tus promesas y a romper compromisos solemnes? ¿Y a cuáles compromisos piensas que me refiero aquí? A los que son consignados en el contrato, que es la ley de tu matrimonio, y garantizados por tu firma y por la impresión de tu sello. Éstos, sin duda, tienen un fundamento sólido, y merecen todo tu respeto. Pero estoy pensando en estas palabras de Adan: "¡He aquí ahora la que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! La llamaremos mujer, porque ha sido sacada del hombre. " (Gn 2,23).

  No es sin razón que estas palabras han sido preservadas en nuestros Libros sagrados; aunque solo sacadas de la boca de Adán, son destinadas a expresar los sentimientos de todos los hombres por la mujer a la que resolvieron hacer su compañera legítima. Con el fin de que no encuentres extraño que las promesas hechas por un solo hombre puedan obligar a otros, acuérdate que lo que hicieron nuestros primeros padres en los tiempos que siguieron a su creación forma parte de la ley natural que rige a sus descendientes. Si entonces tu mujer, repudiada sin motivo, abre el Génesis y te muestra este pasaje, a tí su juez y su acusador, di, ¿qué tendrías que responderle? ¿De que manera puedes eludir el sentido formal y significativo de estas palabras pronunciadas por tí frente a los altares, y que han sido registradas en la Sagradas Escrituras, no por un escritor poco digno de consideración, sino por el mismo Moisés, el amigo y el ministro de Dios? El Señor, viendo que Adán no tenía padre ni madre, le dio una mujer, para que la tomara por esposa, y que fuera su protector.

  En esta solicitud paternal que mostró en su favor, las mujeres pueden presentar un argumento poderoso contra la perfidia y la ingratitud de los esposos: es evidente, en efecto, que tú no puedes verter el desprecio y el ultraje sobre tu compañera sin violar primero las leyes divinas, luego las leyes humanas.

  Sonrójate de tu conducta al recordar las dulzuras que una mujer sabe derramar en tu vida. Ella es una parte de tí mismo; ella te rodea constantemente de sus cuidados; puedes verla siempre a tu lado; tus niños le llaman su madre; es tu socorro en tus enfermedades, tu consuelo en tus desgracias; es la guardiana de tu casa y de todo lo que te pertenece. Ella comparte tus dolores y tus alegrías; en la fortuna, la posesión de tus riquezas es común; en la pobreza, soporta contigo el peso de la miseria, y procura, compartiéndolos, disminuir los males que te agobian; por fin ¿qué de privaciones no se da para criar a los hijos que tuvo de tí? Qué una desgracia sobrevenga, he aquí el marido en el abatimiento y la desesperación; los amigos, o aquellos a los que se creía tales, ajustando su afecto sobre los favores de la fortuna, se retiran al acercarse la tormenta, los sirvientes huyen de su patrón y la miseria en la que cayó. La mujer permanece sola con su marido en la aflicción; se muestra su servidora asidua y devota; está atenta a satisfacer sus menores deseos, enjuga sus lágrimas, difunde por sus heridas un bálsamo saludable; lo sigue hasta el fondo de las cárceles, y si no quieren dejarle una entrada libre, pide encerrarse con él; qué se le niegue este favor, y, como un perro fiel, no abandona las puertas de la prisión. Nosotros mismos conocíamos a una mujer que se había cortado el pelo y, que se había vestido de hombre para no separarse de su marido obligado a huir y a permanecer escondido. Mientras que se entregaba a los trabajos penosos de una sierva, esta mujer admirable obedecía a los afectos de su corazón; llevó esta vida penosa durante varios años consecutivos, cambiando continuamente de retiro y yendo con su marido de soledad en soledad.

  Tal fue también, según el testimonio de las Sagradas Escrituras, la devoción sublime de la mujer de Job. El santo patriarca fue reducido al aislamiento, los halagüeños habían abandonado una casa de donde se habían retirado las riquezas; el afecto de los amigos más devotos no pudo resistir la prueba. Si algunos quedaron fieles, fue más bien un mal que un bien, más bien contribuyeron a aumentar los males de Job que a suavizarlos; en lugar de procurar sostener su coraje, se lamentaban en su presencia. En este abandono general, su mujer, que hace poco ocupaba un rango elevado, su mujer, acostumbrada al lujo y a los goces de la fortuna, se quedó sola con él; encerrada en un lugar pestilente, ella vendaba las horribles úlceras de las que estaba cubierto, las limpiaba de su pus, apartando los gusanos que las roían; esta valiosa mujer era una amiga verdadera y no una compañera de placeres: no era esclava de la voluptuosidad, no dejó que le repugnara un servicio tan lleno de ascos; fue el consuelo único de Job en su desamparo y en el abandono en que lo dejaron sus parientes y amigos. El extremo afecto que tenía por su marido hasta le puso la blasfemia en la boca; para poner fin a los horribles dolores de los cuales lo veía cautivo, ella le aconsejó apresurar el instante de su muerte y se revelara contra Dios. Olvidando su viudez y la soledad a la cual sería reducida, ella solo quería ver a su marido librado de una vida peor que la muerte. He aquí ejemplos sacados de los tiempos antiguos y modernos y que prueban cuán culpables son los que tratan a la mujer con tan pocas consideraciones y equidad.

  ¿Qué puede alegar para su justificación el que cayó en una falta igual? El carácter de su mujer, dirá, es malo e insoportable, su lengua es pronta y temeraria, sus gustos la alejan de las labores domésticas, no entiende nada de la conducción del hogar. Supongamos que todos sus reproches sean fundados, supongamos que todas sus palabras sean verdaderas; quiero comportarme con usted como uno de esos jueces poco experimentados, que prestan un oído crédulo a todas las afirmaciones de los acusadores. Le pregunto, cuando concluyó tu matrimonio, ¿no sabías que te casabas con un ser humano? ¿Pero todo ser mortal no esta lleno de vicios y debilidades? ¿Hay algún otro como Dios que sea infalible y perfecto? ¿Nunca caías en falta, y tu esposa jamás tuvo que quejarse de tu carácter o de tus costumbres? ¿Tu conducta ha sido irreprochable constantemente?

  ¿Observaste escrupulosamente los deberes que te imponía tu título de esposo? ¿Tu mujer no tuvo que sufrir de tus malos tratos, cuando te pusiste en estado de embriaguez? ¿Entonces no vomitaste contra ella todo tipo de insultos y de palabras ultrajantes? ¡Qué de cosas vergonzosas, qué de desórdenes que quedaron desconocidos, gracias a la discreción de una esposa! ¿Cuánto no tuvo que soportar de las cóleras o de los arrebatos sin motivo? Y, aunque libre y de una condición igual a la tuya, se resignó y guardó silencio como una sierva adquirida en el mercado. Cuando tu avaricia le negaba lo necesario, cuando la miseria estaba en casa a consecuencia de tus desarreglos, ella estaba afligida, pero moderó sus quejas. Cuando, volviendo de alguna orgía, te presentaste cargado de vino y profiriendo discursos insensatos, ¿se negó a recibirte? ¿Te rechazó? ¿A pesar de este embrutecimiento en que fuiste reducido, no te acogió con la indulgencia que puede inspirar la más dulce humanidad? ¿No te condujo hacia la cama, mientras que tú la agobiabas con insultos y golpes? ¿No se ocupó de esta cabeza delirante y afligida por los vapores del vino? Sola, tuvo lastima de tí cuando el disturbio de tu mente te devolvía incluso la risa de tus servidores. ¿Y tú, por el más ligero pretexto, no te sonrojas de ir a las calles y las plazas públicas, declamando con fuerza contra tu esposa, con el fin de que con todo ese alboroto le proporciones una justificación, y prepare el camino para el divorcio que meditas? ¡Raza de hombres despiadados y feroces, nacidos, como se suele decir, en medio de los peñascos y las piedras, que, olvidando en un instante los largos años pasados juntos, se separan sin pesar de la compañera a la que le habían jurado un amor eterno! ¿Cuál es el enfermo tan insensato como para amputar un miembro, cuando el mal no es de gravedad, y cuando la curación es casi segura? Que una pústula nazca en nuestra mano, pensamos rápidamente en curarla, que una inflamación se declare en nuestro pie, paramos el mal con algún remedio. Renunciando al socorro de la medicina, si recurrimos al hierro tan pronto como el dolor se hace sentir sobre alguna parte de nuestro cuerpo, sin duda pronto seríamos privados de todos nuestros miembros.

  Abstengámonos de esta locura, oh mis queridos oyentes; conservemos nuestros miembros con cuidado; lo mismo déjense conmover por los numerosos servicios que les hacen sus mujeres, y teman tener que avergonzarse de su ingratitud. Cuando les causen alguna pena, y cuando estén dispuestos a enfurecerse, acuérdese de los dolores que aguantan para darles hijos y comprenderán que no hay ninguna comparación entre sus penas y los sufrimientos de ellas. Tengan bien presente ante sus ojos los goces que les proporciona su amor, los cuidados que les prodigan en sus enfermedades, la parte que ellas toman en todas sus aflicciones, en todas sus desgracias, las lágrimas que a menudo derramaron por ustedes. Acuérdate que tu mujer se separó de la ternura de sus padres, se alejó del techo que le vio nacer, para unirse a tí que eras sólo un extraño para ella. ¡Cuántas veces, posiblemente para suavizar tu humor y recuperar tus buenas gracias, no sacrificó sus economías personales! ¡Qué tanto afecto y devoción mantenga tu corazón, que refuerce los lazos que te unen a ella, y qué parecen estar dispuestos a aflojarse, para que fortalezca tu amor, este amor que se parece a un edificio que vacila sobre sus bases! Abre tu corazón a la piedad, no olvides así los días pasados en una estrecha unión, y no te muestres más insensibles que los brutos, ya que tal separación es siempre dolorosa. Oí los mugidos tristes de un buey que el azar había separado de su rebaño y el balido de una oveja aislada; la vi recorrer con inquietud los montes y el bosque hasta que ella se reunió con sus compañeras de quienes se había separado pastando. Una cabra se había extraviado igualmente; encontró varios rebaños en su carrera, pero sólo se detuvo encontrando aquel del que formaba parte y el pastor que lo conducía. Nosotros que estamos dotados de razón, no vamos a ser más duros que los mismos brutos, y no mostremos menos afecto a nuestras mujeres que por el primer transeúnte que está en nuestro camino, o que el azar nos trae. Ustedes saben que cuando caminamos juntos por un tiempo, cuando estamos bajo el mismo techo, o al mismo tiempo sentados a la sombra de un árbol durante el calor del día, las conexiones se establecen entre aquellos a los que el azar ha unido, y cuando debemos separarnos para seguir caminos diferentes, sentimos algunos remordimientos, nos sentimos conmovidos, nos alejamos mirándonos unos a otros y después haber dado garantías de apego mutuo; a cierta distancia volvemos a dirigirnos nuevas despedidas; Unos pocos momentos fueron suficientes para dar a luz sentimientos afectuosos y hacer que la separación fuera dolorosa. Y tu mujer es inapreciable para : ella es tu igual por su condición; ¡es con ella que tú has vivido durante mucho tiempo, y no la estimas más que un mueble usado, que un viejo abrigo, preocupándote tan poco como de un perro que ha huido de su morada! ¿Qué se hizo esa amistad de la que antaño dabas tantos testimonios? ¿Has olvidado esa vida íntima, esos placeres probados en común? ¿Dónde está el respeto debido a una unión legítima? ¿Dónde están las consideraciones controladas por la costumbre, que se hace casi una necesidad de la naturaleza, como lo demuestra la experiencia, y como la razón lo quiere? Rompiste todos estos lazos con más facilidad que Sansón cuando rompió las cuerdas de las que se sirvieron para amarrarle.

  Un hombre firme y lleno de probidad guarda preciosamente la memoria de una esposa; el ama a sus hijos, porque es un regalo que ella le hizo de común acuerdo con la naturaleza y él cree ver respirar en ellos la que ya no está. Éste tiene el mismo sonido de voz: ése tiene las mismas facciones; este otro tiene los mismos modos y el mismo carácter. Así es como este padre, rodeado de los retratos vivos y animados de su antigua compañera, no pierde un instante la memoria de esa unión que la muerte vino a romper, y rechaza toda idea de contraer un compromiso nuevo. El que hace poco se ocupaba de erigir un monumento fúnebre no piensa con echar flores sobre el lecho nupcial, y no dejará tan pronto el luto y las lágrimas para entregarse a las alegrías de un segundo matrimonio; no se apresurará a dejar la vestimenta negra, que demuestra su dolor, para revestir trajes de boda: no introducirá a una nueva mujer en esa cama que otra recién acaba de abandonar; él no admitirá en su casa una madrastra que sus niños tendrían en aversión; él imitará a la tórtola que se debe a la fidelidad, es verdadero, no por razón sino por instinto natural. Cuando esta ave ha perdido a su compañera se condena a una viudez para siempre; muy diferente de la paloma que vuela inmediatamente a nuevos amores.

Hasta aquí hemos puesto todas las culpas del lado del marido; nosotros, lo supusimos en circunstancias donde su demanda de separación sería un acto de la más negra ingratitud; pero si se funda en desarreglos de su mujer, me coloco de su parte y persigo al culpable: en lugar de declararme su enemigo, me proclamo su defensor ardiente. Lo alabaré por evitar a un pérfida, de romper un lazo que lo ata a un áspid, a una víbora. El Dueño del universo le concede su Gracia; porque su corazón ha sido penetrado por un amargo dolor, y no se equivoca al echar de su morada una peste, una plaga. El matrimonio tiene un doble fin, el de vivir con amor mutuo y el tener hijos: el adulterio no cumple ninguno de los dos. ¿Qué amor puede tener una mujer por su marido cuando su corazón se entrega a una inclinación criminal? ¿Y cómo un marido ultrajado puede contemplar a niños que nacen con los desórdenes de su madre? Pero todo lo relativo a este pecado ha sido tratado con amplitud en otro lugar. Que los esposos se guarden mutuamente una estricta fidelidad; sólo con esta condición el matrimonio es indisoluble. Entonces reinará entre ellos armonía y ternura, porque el alma, pura de toda afección culpable, se entrega entera al ardor de un sentimiento legítimo. Esta ley de una sabia continencia no ha sido impuesta solamente a las mujeres, Dios la extendió incluso sobre los hombres. Pero algunos, abusando del privilegio concedido por los legisladores profanos, que no ponen freno alguno al libertinaje de los hombres, se establecen como jueces de la virtud de las mujeres y no temen entregarse ellos mismos a los desórdenes más impudentes, justificando así este proverbio: "quieren curar a otros, y ellos están cubiertos de úlceras ". Qué se les critiquen sus desviaciones, responden a estas acusaciones con ligereza o con una sonrisa. Que los hombres, dicen, mantengan comercio carnal con diferentes mujeres, no les causan ningún perjuicio a sus familias, mientras que las mujeres no pueden tomar la misma libertad sin introducir herederos extranjeros en la casa. Si el que consuma tales infamias es padre de familia que piense en el dolor que debe experimentar un padre tan cruelmente decepcionado; si es esposo, que se imagine que una ofensa igual ha atentado contra su honor. En efecto todos vivirían en armonía, si cada uno observara con los demás lo que él quisiera que todos observaran con él. Imaginarse según la ley romana, que no hay nada criminal en una obra de impudicia, es abrazar el error, es ignorar que los preceptos de Dios a menudo difieren de las leyes establecidas por los hombres. Escuche al intérprete de la voluntad divina, Moisés, pronunciando las amenazas más terribles contra los que se entregan a la impureza; escuche a san Pablo que dice: "Dios juzgará a los impúdicos y los adúlteros" (He 13,4). Los legisladores profanos no podrán serle de ninguna ayuda cuando estén en presencia de su juez; temblorosos, llenos de pavor, apenas tendrán la fuerza de mantenerse sobre sus pies. Platón, ese gran hacedor de leyes, que sobrepasó a todos los demás por la brillantez y la fuerza de su elocuencia, será acusado de locura y de ignorancia. ¡Qué espanto cuando oirán la condena de esos desgraciados a quienes habían concedido toda licencia! Tendrán su parte en los crímenes que no defendieron, y serán declarados doblemente culpables por haber cometido el pecado y por haber permitido a otros cometerlo. Así que aquellos que deseen encontrar el pudor y la virtud en sus mujeres deben ser modelos con la legalidad de sus costumbres; los primeros deben dar el ejemplo de las virtudes que les gusta ver florecer en sus esposas.1


 
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VIDA DE SAN ASTERIO (San Asterius)

(Fiesta el 30 de Octubre)


  El santo nació en el Ponto en el siglo IV. Se aplicó en su juventud al estudio de la retórica y del derecho, y ejerció un tiempo la profesión de abogado. Pero una voz interior le decía sin cesar que debía dedicarse al servicio espiritual del prójimo, lo que lo determinó a dejar el Colegio de Abogados y todas las ventajas del mundo para entrar en el estado eclesiástico. Fue escogido para suceder a Eulalius en la sede metropolitana de Amasea, y mostró un gran celo para mantener, entre su pueblo, la pureza de la fe y la fidelidad a la Tradición. Desplegó también un gran talento para la predicación, y los Sermones que nos quedan de él son un monumento imperecedero de su elocuencia y de su piedad.

  También tenemos de él un discurso en honor de santa Eufemia, que fue leído en el segundo Concilio de Nicea (787) en una iglesia dedicada bajo la invocación de este ilustre mártir. Dejó también un panegírico de san Focas el Jardinero. Su estilo es elegante, natural, enérgico. Reúne a la vivacidad de las imágenes la belleza y la variedad de las descripciones, lo que muestra un genio vigoroso y fecundo. También nos llegó de él una homilía sobre san Pedro y Pablo y otra sobre Daniel el profeta. Los escritos que quedan de él, son reproducidos en la Patrología griega (tomo XL).

  No aparece en el Santoral Romano. Es venerado como santo por la Iglesia griega.1



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 Para ver el video de: “¿El divorcio se permite? Sermón de San Asterio, Obispo de Amasea, en el Ponto, Siglo IV. Dar clic en el siguiente enlace:


VIDEO:




Notas:
 1    Traducido del francés, sin referencia bibliográfica.

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