¿EL DIVORCIO ES PERMITIDO?
SERMÓN DE SAN ASTERIO (350-410, A.D.)
Obispo de la Sede Metropolitana de Amasea en el Ponto.
Sus escritos están resumidos en la Patrología Griega,
colección escrita en Griego por los Padres de la Iglesia,
Siglo IV, Tomo XL
El
sábado y domingo son dos días de la semana cuya llegada es
agradable para los que aman la piedad y los que se ocupan de trabajos
pesados. Estos son días en que, como una buena madre, la Iglesia
reúne a sus hijos, e invita a sus ministros a subir al púlpito para
instruirlos; así es como compromete a los doctores y los discípulos
a ocuparse de los intereses de la salvación eterna. Los discursos
pronunciados ayer en este recinto todavía resuenan en mis oídos, y
recuerdo perfectamente el tema que trataron. Me parece que veo la
cruz levantada por el santo profeta Isaías, los trajes del Señor
cubiertos de sangre y tan rojos como los del vendimiador en el lagar,
el Salvador mismo que lleva en su manos la recompensa debida a los
justos. Veo a Salomón sosteniendo con mano firme la balanza de la
justicia. Compadezco al deudor del Evangelio, que no tuvo para su
compañero la misma clemencia que el Señor había mostrado con él,
y que se atrajo por su dureza una desgracia irreparable. Éstos son,
en efecto, los textos de los discursos que oímos como pueden
recordarlo todos los que nos siguieron con atención.
El
Espíritu Santo
todavía
nos
ofrece
admirables lecciones sobre esta mesa augusta que ustedes
ven;
pero me llamó especialmente la atención la conducta de aquellos
fariseos que intentaron sorprender al Salvador con sus preguntas
insidiosas. Veo con pena sus intentos culpables cuando desean engañar
con sus artificios al propio Autor de la sabiduría, mientras que el
Hijo de Dios los confunde fácilmente y hace inútiles todos sus
esfuerzos. Parece que Isaías
se refería a ellos,
cuando dijo: "Confundió
a los sabios del mundo, probó que su sabiduría era sólo locura y
le
bastaron unas palabras de su Hijo". David dice lo mismo: "Se
sirvieron de su lengua para engañar: júzgalos, Señor, y que sean
forzados a
abandonar sus proyectos". No obstante, si ellos
son nuestros adversarios, les debemos agradecimiento,
por
haber apremiado a
la Sabiduría divina para
explicarnos,
y haber recibido respuestas que son para nosotros tantas lecciones
instructivas consagradas por los Libros Sagrados. Ahora
es
sobre
el matrimonio, es decir sobre el acto más importante de la vida
humana, que
quedan
las instrucciones del Salvador. Define su fin, sus límites, los
principios que sirven para formarlo o para disolverlo. Qué ambos
sexos me escuchen con atención, con el fin de que hombres y mujeres
conozcan recíprocamente sus deberes: "¿Podemos repudiar a la
mujer
por
cualquiera
que
sea
su
causa?".
Tal es la pregunta
planteada
por los Judíos.
Aquí
ya imagino
sus intenciones secretas: habían pensado que las mujeres estaban más
dispuestas a creer en la misión de Cristo, a celebrar sus milagros y
a reconocer su Divinidad (y no se equivocaban en este
punto,
como se comprueba
más tarde en esa muchedumbre de mujeres que siguieron al Salvador
hasta el lugar de su suplicio, y que lloraron amargamente su muerte).
Su fin era pues, atraerlo
hacia ese terreno peligroso, arrancarle alguna palabra que lo
hiciera
odioso al
género femenino;
era una trampa que le
tendían. Pero con
su mirada
divina penetra en
sus
artificios, y como sus preceptos siempre fueron marcados
por la caridad más dulce, escapa de sus astucias,
y da una respuesta a favor de las mujeres. Los
fariseos
habían planteado su pregunta,
y ávidamente escuchaban para explotar las palabras que saldrían de
la Boca del Salvador; pero engañados en su expectativa,
se retiran como lobos cuya
presa acaba de escapar. La creación, les dice, prueba que el fin es
de
unirse y no separarse: el Creador
de todas
las
cosas
asimismo
estableció el matrimonio y comprometió a la
primer pareja
en sus vínculos
sagrados; por esta institución, quiso imponerles a todos sus
descendientes como una ley inviolable los deberes de vivir en
familia. Los que son enlazados
por esta unión estrecha no forman más dos personas distintas, sino
una
sola
carne. Qué el hombre no separe nunca
lo que Dios unió. Tal fue el lenguaje que Jesucristo
mantuvo
con los fariseos.
Escuchen,
todos ustedes que especulan con el género femenino, que cambian de
mujer más a menudo que de vestido, que preparan o deshacen sus
lechos nupciales como las tiendas de sus ferias, que contemplan el
matrimonio con el mismo ojo que un acto de comercio, que se casan con
el dinero que se les aporta en dote, que ven a las mujeres como un
objeto mercantil y de un rico producto, que por las razones más
simples piden una separación, y que durante su vida han reducido a
varias mujeres al estado de viudez. Entérense y persuádanse bien
que solo hay dos causas legítimas que pueden romper los lazos del
matrimonio, la muerte y el adulterio. Esta unión sagrada, contraída
bajo los auspicios de la religión y de la ley, no se parece en nada
a esas relaciones que se mantienen con mujeres perdidas, relaciones
efímeras cuyo solo fin es el placer. Nada semejante en el
matrimonio: aquí el alma y el cuerpo obedecen a los mismos
compromisos; la unión en el corazón no debe ser menos íntima que
en la carne. ¿Cómo pues te decides tan fácilmente a una ruptura?
¿Cómo, sin motivo importante, te separas de la que elegiste como tu
compañera eterna y a la que no recibiste para unos instantes?
Abandonas a esa mujer, a la que se podría llamar tu hermana, al
mismo tiempo que es tu esposa. Es tu hermana, en efecto, por su
origen que es común a tí, y por el carácter que el Creador grabó
en ella: es tu esposa por los vínculos sagrados que el matrimonio
estableció entre ella y tú. ¿Cómo te atreves a romper tan
ligeramente esta doble unión, restringida a la vez por la ley y por
la naturaleza? ¿Cómo te atreves a faltar a tus promesas y a romper
compromisos solemnes? ¿Y a cuáles compromisos piensas que me
refiero aquí? A los que son consignados en el contrato, que es la
ley de tu matrimonio, y garantizados por tu firma y por la impresión
de tu sello. Éstos, sin duda, tienen un fundamento sólido, y
merecen todo tu respeto. Pero estoy pensando en estas palabras de
Adan: "¡He aquí ahora la que es hueso de mis huesos y carne de
mi carne! La llamaremos mujer, porque ha sido sacada del hombre. "
(Gn 2,23).
No
es sin razón que estas palabras han sido preservadas en nuestros
Libros sagrados; aunque solo sacadas de la boca de Adán, son
destinadas a expresar los sentimientos de todos los hombres por la
mujer a la que resolvieron hacer su compañera legítima. Con el fin
de que no encuentres extraño que las promesas hechas por un solo
hombre puedan obligar a otros, acuérdate que lo que hicieron
nuestros primeros padres en los tiempos que siguieron a su creación
forma parte de la ley natural que rige a sus descendientes. Si
entonces tu mujer, repudiada sin motivo, abre el Génesis y te
muestra este pasaje, a tí su juez y su acusador, di, ¿qué tendrías
que responderle? ¿De que manera puedes eludir el sentido formal y
significativo de estas palabras pronunciadas por tí frente a los
altares, y que han sido registradas en la Sagradas Escrituras, no por
un escritor poco digno de consideración, sino por el mismo Moisés,
el amigo y el ministro de Dios? El Señor, viendo que Adán no tenía
padre ni madre, le dio una mujer, para que la tomara por esposa, y
que fuera su protector.
En
esta solicitud paternal que mostró en su favor, las mujeres pueden
presentar un argumento poderoso contra la perfidia y la ingratitud de
los esposos: es evidente, en efecto, que tú no puedes verter el
desprecio y el ultraje sobre tu compañera sin violar primero las
leyes divinas, luego las leyes humanas.
Sonrójate
de tu conducta al recordar las dulzuras que una mujer sabe derramar
en tu vida. Ella es una parte de tí mismo; ella te rodea
constantemente de sus cuidados; puedes verla siempre a tu lado; tus
niños le llaman su madre; es tu socorro en tus enfermedades, tu
consuelo en tus desgracias; es la guardiana de tu casa y de todo lo
que te pertenece. Ella comparte tus dolores y tus alegrías; en la
fortuna, la posesión de tus riquezas es común; en la pobreza,
soporta contigo el peso de la miseria, y procura, compartiéndolos,
disminuir los males que te agobian; por fin ¿qué de privaciones no
se da para criar a los hijos que tuvo de tí? Qué una desgracia
sobrevenga, he aquí el marido en el abatimiento y la desesperación;
los amigos, o aquellos a los que se creía tales, ajustando su afecto
sobre los favores de la fortuna, se retiran al acercarse la tormenta,
los sirvientes huyen de su patrón y la miseria en la que cayó. La
mujer permanece sola con su marido en la aflicción; se muestra su
servidora asidua y devota; está atenta a satisfacer sus menores
deseos, enjuga sus lágrimas, difunde por sus heridas un bálsamo
saludable; lo sigue hasta el fondo de las cárceles, y si no quieren
dejarle una entrada libre, pide encerrarse con él; qué se le niegue
este favor, y, como un perro fiel, no abandona las puertas de la
prisión. Nosotros mismos conocíamos a una mujer que se había
cortado el pelo y, que se había vestido de hombre para no separarse
de su marido obligado a huir y a permanecer escondido. Mientras que
se entregaba a los trabajos penosos de una sierva, esta mujer
admirable obedecía a los afectos de su corazón; llevó esta vida
penosa durante varios años consecutivos, cambiando continuamente de
retiro y yendo con su marido de soledad en soledad.
Tal
fue también, según el testimonio de las Sagradas Escrituras, la
devoción sublime de la mujer de Job. El santo patriarca fue reducido
al aislamiento, los halagüeños habían abandonado una casa de donde
se habían retirado las riquezas; el afecto de los amigos más
devotos no pudo resistir la prueba. Si algunos quedaron fieles, fue
más bien un mal que un bien, más bien contribuyeron a aumentar
los males de Job que a suavizarlos; en lugar de procurar sostener su
coraje, se lamentaban en su presencia. En este abandono general, su
mujer, que hace poco ocupaba un rango elevado, su mujer, acostumbrada
al lujo y a los goces de la fortuna, se quedó sola con él;
encerrada en un lugar pestilente, ella vendaba las horribles úlceras
de las que estaba cubierto, las limpiaba de su pus, apartando los
gusanos que las roían; esta valiosa mujer era una amiga verdadera y
no una compañera de placeres: no era esclava de la voluptuosidad, no
dejó que le repugnara un servicio tan lleno de ascos; fue el
consuelo único de Job en su desamparo y en el abandono en que lo
dejaron sus parientes y amigos. El extremo afecto que tenía por su
marido hasta le puso la blasfemia en la boca; para poner fin a los
horribles dolores de los cuales lo veía cautivo, ella le aconsejó
apresurar el instante de su muerte y se revelara contra Dios.
Olvidando su viudez y la soledad a la cual sería reducida, ella solo
quería ver a su marido librado de una vida peor que la muerte. He
aquí ejemplos sacados de los tiempos antiguos y modernos y que
prueban cuán culpables son los que tratan a la mujer con tan pocas
consideraciones y equidad.
¿Qué
puede alegar para su justificación el que cayó en una falta igual?
El carácter de su mujer, dirá, es malo e insoportable, su lengua es
pronta y temeraria, sus gustos la alejan de las labores domésticas,
no entiende nada de la conducción del hogar. Supongamos que todos
sus reproches sean fundados, supongamos que todas sus palabras sean
verdaderas; quiero comportarme con usted como uno de esos jueces poco
experimentados, que prestan un oído crédulo a todas las
afirmaciones de los acusadores. Le pregunto, cuando concluyó tu
matrimonio, ¿no sabías que te casabas con un ser humano? ¿Pero
todo ser mortal no esta lleno de vicios y debilidades? ¿Hay algún
otro como Dios que sea infalible y perfecto? ¿Nunca caías en falta,
y tu esposa jamás tuvo que quejarse de tu carácter o de tus
costumbres? ¿Tu conducta ha sido irreprochable constantemente?
¿Observaste
escrupulosamente los deberes que te imponía tu título de esposo?
¿Tu mujer no tuvo que sufrir de tus malos tratos, cuando te pusiste
en estado de embriaguez? ¿Entonces no vomitaste contra ella todo
tipo de insultos y de palabras ultrajantes? ¡Qué de cosas
vergonzosas, qué de desórdenes que quedaron desconocidos, gracias a
la discreción de una esposa! ¿Cuánto no tuvo que soportar de las
cóleras o de los arrebatos sin motivo? Y, aunque libre y de una
condición igual a la tuya, se resignó y guardó silencio como una
sierva adquirida en el mercado. Cuando tu avaricia le negaba lo
necesario, cuando la miseria estaba en casa a consecuencia de tus
desarreglos, ella estaba afligida, pero moderó sus quejas. Cuando,
volviendo de alguna orgía, te presentaste cargado de vino y
profiriendo discursos insensatos, ¿se negó a recibirte? ¿Te
rechazó? ¿A pesar de este embrutecimiento en que fuiste reducido,
no te acogió con la indulgencia que puede inspirar la más dulce
humanidad? ¿No te condujo hacia la cama, mientras que tú la
agobiabas con insultos y golpes? ¿No se ocupó de esta cabeza
delirante y afligida por los vapores del vino? Sola, tuvo lastima de
tí cuando el disturbio de tu mente te devolvía incluso la risa de
tus servidores. ¿Y tú, por el más ligero pretexto, no te sonrojas
de ir a las calles y las plazas públicas, declamando con fuerza
contra tu esposa, con el fin de que con todo ese alboroto le
proporciones una justificación, y prepare el camino para el divorcio
que meditas? ¡Raza de hombres despiadados y feroces, nacidos, como
se suele decir, en medio de los peñascos y las piedras, que,
olvidando en un instante los largos años pasados juntos, se separan
sin pesar de la compañera a la que le habían jurado un amor eterno!
¿Cuál es el enfermo tan insensato como para amputar un miembro,
cuando el mal no es de gravedad, y cuando la curación es casi
segura? Que una pústula nazca en nuestra mano, pensamos rápidamente
en curarla, que una inflamación se declare en nuestro pie, paramos
el mal con algún remedio. Renunciando al socorro de la medicina, si
recurrimos al hierro tan pronto como el dolor se hace sentir sobre
alguna parte de nuestro cuerpo, sin duda pronto seríamos privados de
todos nuestros miembros.
Abstengámonos
de esta locura, oh
mis
queridos oyentes;
conservemos nuestros miembros con cuidado; lo mismo déjense
conmover
por los numerosos servicios que les
hacen
sus
mujeres, y teman
tener que avergonzarse
de su
ingratitud.
Cuando les
causen
alguna pena, y cuando estén
dispuestos
a enfurecerse, acuérdese de los
dolores
que aguantan para darles
hijos
y comprenderán
que no hay ninguna comparación entre sus
penas y los
sufrimientos de
ellas.
Tengan
bien presente
ante sus
ojos los goces que les
proporciona su amor, los cuidados que les
prodigan en sus
enfermedades, la parte que ellas
toman en
todas sus
aflicciones, en
todas sus
desgracias, las lágrimas que a menudo derramaron
por
ustedes.
Acuérdate
que tu
mujer se separó
de
la ternura de sus padres,
se alejó del techo
que le
vio
nacer, para unirse
a tí que
eras
sólo un extraño
para ella. ¡Cuántas veces, posiblemente para suavizar tu
humor y recuperar tus
buenas gracias, no sacrificó sus economías
personales! ¡Qué tanto
afecto
y devoción mantenga
tu
corazón, que
refuerce
los lazos que
te
unen a ella, y qué parecen estar
dispuestos
a
aflojarse, para que fortalezca tu
amor, este amor que
se parece a un edificio que vacila sobre sus bases! Abre
tu
corazón a la piedad, no olvides
así los días pasados en
una estrecha unión, y no te
muestres
más insensibles que los brutos, ya que tal separación es siempre
dolorosa. Oí los mugidos tristes de un buey que el azar había
separado de su rebaño y el balido
de una oveja aislada; la
vi
recorrer con inquietud los montes y el bosque hasta que ella
se reunió con
sus compañeras de quienes se había separado pastando.
Una cabra se había extraviado igualmente;
encontró varios rebaños en su carrera, pero sólo se
detuvo
encontrando aquel del que formaba parte y el pastor que lo conducía.
Nosotros que estamos dotados de razón, no vamos a ser más duros
que los mismos
brutos,
y no mostremos
menos
afecto
a nuestras mujeres que
por el
primer transeúnte que está en nuestro
camino,
o que el azar nos trae. Ustedes
saben
que cuando caminamos
juntos por un tiempo, cuando estamos
bajo el mismo techo, o al mismo tiempo sentados a la sombra de un
árbol durante el calor del día, las
conexiones se establecen entre aquellos a los que el azar ha unido, y
cuando debemos separarnos para seguir caminos diferentes, sentimos
algunos remordimientos, nos sentimos conmovidos, nos alejamos
mirándonos unos a otros y después
haber dado garantías
de apego mutuo; a cierta distancia volvemos a dirigirnos nuevas
despedidas; Unos pocos momentos fueron suficientes para dar a luz
sentimientos afectuosos y hacer que la separación fuera dolorosa. Y
tu
mujer es inapreciable para tí:
ella
es
tu
igual por su condición; ¡es con ella que tú
has vivido durante mucho
tiempo, y tú
no la
estimas
más que un mueble
usado, que un viejo abrigo, preocupándote
tan poco como de un perro que ha
huido de su morada! ¿Qué
se hizo esa amistad de
la
que antaño dabas
tantos testimonios? ¿Has
olvidado esa
vida
íntima,
esos placeres probados en común? ¿Dónde está el respeto debido a
una unión legítima? ¿Dónde están las consideraciones controladas
por la costumbre, que se hace casi una necesidad de la naturaleza,
como lo demuestra la experiencia, y como la razón lo quiere?
Rompiste
todos estos lazos con más facilidad que Sansón cuando
rompió
las cuerdas de las que se sirvieron
para amarrarle.
Un
hombre firme y lleno de probidad guarda preciosamente la memoria de
una esposa; el
ama
a
sus
hijos,
porque es un regalo
que ella
le
hizo de común acuerdo con la naturaleza y él
cree
ver
respirar en ellos la que ya
no está.
Éste tiene el mismo sonido de voz: ése tiene
las mismas facciones;
este
otro tiene los mismos modos y el mismo carácter. Así es como este
padre, rodeado de los retratos vivos y animados de su antigua
compañera, no pierde un instante la memoria de esa unión que la
muerte vino a
romper,
y rechaza
toda idea de contraer
un compromiso nuevo. El que hace poco se ocupaba de erigir un
monumento fúnebre no piensa
con echar flores sobre el
lecho
nupcial, y no dejará tan
pronto
el luto
y las lágrimas para entregarse a las alegrías de un segundo
matrimonio; no se apresurará a dejar la
vestimenta
negra,
que demuestra su dolor, para revestir trajes
de boda: no introducirá a una nueva mujer en esa cama que otra
recién
acaba de abandonar;
él
no
admitirá
en su casa una madrastra que sus niños tendrían en aversión; él
imitará a la tórtola
que
se debe a la
fidelidad, es verdadero, no por
razón
sino
por
instinto natural. Cuando esta ave ha
perdido
a su compañera se condena a una viudez
para
siempre;
muy
diferente de la paloma que vuela inmediatamente a nuevos amores.
Hasta
aquí hemos
puesto
todas las culpas del lado del marido; nosotros,
lo
supusimos en circunstancias donde su demanda de
separación sería
un acto de la más negra ingratitud; pero si se funda en desarreglos
de su mujer, me coloco de
su parte y persigo al culpable: en lugar de declararme su enemigo, me
proclamo su defensor ardiente. Lo alabaré
por
evitar a
un
pérfida,
de romper un lazo que lo ata a un áspid, a una víbora. El Dueño
del universo le concede su Gracia; porque su corazón ha sido
penetrado por un amargo
dolor,
y no se
equivoca
al
echar
de su morada una peste, una plaga. El matrimonio tiene un doble fin,
el
de vivir con
amor
mutuo
y el
tener
hijos:
el adulterio no
cumple
ninguno de los dos. ¿Qué
amor puede tener una mujer por
su marido cuando su corazón se
entrega
a una inclinación criminal? ¿Y cómo un marido ultrajado puede
contemplar a niños que
nacen
con
los desórdenes de su madre? Pero todo lo relativo
a
este pecado ha sido tratado con amplitud
en otro lugar. Que
los esposos se guarden
mutuamente una estricta
fidelidad;
sólo con
esta
condición
el matrimonio es indisoluble. Entonces reinará entre ellos armonía
y ternura, porque el alma, pura de toda afección culpable, se
entrega entera al ardor de un sentimiento legítimo. Esta ley de una
sabia continencia no ha sido impuesta solamente a las mujeres, Dios
la
extendió incluso
sobre
los hombres. Pero algunos, abusando del privilegio concedido por los
legisladores profanos, que no ponen freno alguno
al
libertinaje de los hombres, se establecen
como
jueces de la virtud de las mujeres y no temen
entregarse ellos
mismos
a los desórdenes más impudentes, justificando así este proverbio:
"quieren curar a
otros,
y ellos
están
cubiertos de úlceras ". Qué se les critiquen
sus desviaciones, responden a estas acusaciones con ligereza o con
una sonrisa. Que
los hombres, dicen, mantengan comercio carnal
con diferentes mujeres, no les causan
ningún perjuicio a sus familias, mientras que las mujeres no pueden
tomar
la misma libertad sin introducir herederos extranjeros en la casa. Si
el que consuma
tales infamias
es padre de familia que piense
en
el
dolor que debe experimentar
un
padre tan cruelmente decepcionado; si es esposo, que
se imagine que
una ofensa igual ha atentado
contra su
honor. En
efecto todos
vivirían
en armonía,
si cada uno observara
con
los
demás
lo que él
quisiera
que todos
observaran
con
él. Imaginarse según
la ley romana, que no hay nada criminal en una obra de impudicia, es
abrazar el error, es ignorar que los preceptos de Dios a menudo
difieren
de
las leyes
establecidas por los hombres. Escuche al intérprete de la voluntad
divina, Moisés, pronunciando las amenazas más terribles contra los
que se entregan a la impureza; escuche a san Pablo
que dice: "Dios
juzgará a
los
impúdicos y los adúlteros"
(He 13,4). Los legisladores profanos no podrán serle
de ninguna
ayuda
cuando estén
en presencia de su
juez; temblorosos, llenos de pavor, apenas tendrán la fuerza de
mantenerse
sobre sus pies. Platón,
ese gran hacedor de leyes,
que sobrepasó a
todos los demás por la
brillantez
y la fuerza de su elocuencia, será acusado
de
locura y de
ignorancia. ¡Qué espanto
cuando oirán la condena de esos desgraciados a quienes habían
concedido toda licencia! Tendrán su parte en
los crímenes que no defendieron, y serán declarados doblemente
culpables por
haber cometido el pecado y por
haber permitido a otros cometerlo. Así
que aquellos
que deseen
encontrar el pudor y la virtud en sus mujeres deben ser
modelos con
la legalidad
de sus costumbres; los primeros deben dar el ejemplo de las virtudes
que les gusta ver florecer en sus esposas.1
*****
VIDA
DE SAN ASTERIO (San
Asterius)
(Fiesta
el
30
de Octubre)
El
santo nació en el Ponto
en el siglo IV.
Se aplicó en su juventud al
estudio de la retórica y del derecho, y ejerció un tiempo la
profesión de abogado. Pero una voz interior le decía sin cesar que
debía dedicarse al servicio espiritual del prójimo, lo que lo
determinó a
dejar el Colegio
de Abogados
y todas las
ventajas del mundo para entrar en el estado eclesiástico. Fue
escogido para suceder a Eulalius en
la sede metropolitana de Amasea,
y mostró un
gran
celo para mantener, entre su pueblo, la pureza de la fe y la
fidelidad a la Tradición. Desplegó también un gran talento para la
predicación, y los Sermones que nos quedan de él son un monumento
imperecedero de su elocuencia y de su piedad.
También
tenemos
de él un discurso en honor de santa Eufemia,
que fue leído en
el
segundo Concilio de Nicea
(787) en una iglesia dedicada bajo la invocación de este ilustre
mártir.
Dejó también un panegírico de san Focas
el Jardinero. Su estilo es elegante, natural, enérgico. Reúne a la
vivacidad de las imágenes la belleza y la variedad de las
descripciones, lo
que
muestra
un genio vigoroso y fecundo. También nos llegó
de él una homilía sobre san Pedro
y Pablo
y otra sobre Daniel el profeta. Los escritos que quedan de él, son
reproducidos en la
Patrología
griega
(tomo XL).
No
aparece en el Santoral Romano. Es venerado como santo por la Iglesia
griega.1
*****
Para
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se permite? de San Asterio, obispo de Amasea, dar clic en el
siguiente enlace:
Para ver el video de: “¿El divorcio se permite? Sermón de San Asterio, Obispo de Amasea, en el Ponto, Siglo IV. Dar clic en el siguiente enlace:
VIDEO:
Notas:
1 Traducido del francés, sin referencia bibliográfica.
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