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lunes, 21 de abril de 2014

"De los Vicios y de sus Remedios". Prédica de Fray Luis de Granada.

Prédica:

  De los Vicios y de sus Remedios

Fray Luis de Granada

Fray Luis de Granada (1504-1588)


Pecado mortal en común


Presupuestos ya estos dos preámbulos, el primer fundamento desta obra y la primera piedra deste edificio es asentar en tu corazón un muy firme y determinado propósito de morir mil muertes, si fuese necesario, antes que hacer un pecado mortal contra Dios. De manera que, así como una mujer noble y virtuosa está aparejada para morir antes que hacer traición a su marido, así el cristiano debe ser tan fiel a Dios, y debe estar tan casado con él, que esté aparejado a padecer cualquier detrimento de vida, de honra y de hacienda, por grande que sea, antes que cometer esta manera de traición contra él. Para lo cual, entre otras muchas cosas, te aprovechará entender las pérdidas en que un hombre cae por un pecado mortal, las cuales son tantas y tan grandes, que quienquiera que atentamente las considerare, no podrá dejar de quedar atónito y espantado de ver la facilidad que muchos tienen en cometer este género de pecados.


Porque por este pecado se pierde primeramente la gracia del Espíritu Santo, que es la mayor dádiva de cuantas Dios puede dar a una pura criatura en esta vida. Porque no es otra cosa gracia sino una forma sobrenatural que hace al hombre, si decir se puede, pariente de Dios, que es consorte y participante de la naturaleza divina. Piérdese también la amistad y privanza con Dios, que anda siempre en compañía de la misma gracia. Y si es mucho perder la de un príncipe de la tierra, bien se ve cuánto más será perder la del rey de cielos y tierra. Piérdense también las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo, con los cuales el hombre estaba hermoso y ataviado en los ojos de Dios, y armado y fortalecido contra todo el poder y fuerzas del enemigo. Piérdese el derecho del reino de los cielos, que también procede desa misma gracia, porque por la gracia se da la gloria, como dice el apóstol. Piérdese el espíritu de adopción que nos hace hijos de Dios, y así nos da espíritu y corazón de hijos para con él. Y junto con este espíritu, se pierde el tratamiento de hijo y la providencia paternal que Dios tiene de aquellos que así recibe por hijos, que es uno de los grandes bienes que en este mundo se pueden poseer, en el cual con grandísima razón se gloriaba el profeta cuando decía: «Alegrarme he, Señor, en verme puesto debajo la sombra de tus alas», que es debajo de la tutela y providencia paternal que tienes de los que recibes por tuyos.


Piérdese también por aquí la paz y serenidad de la buena conciencia. Piérdense los regalos y consolaciones del Espíritu Santo. Piérdese el fruto y mérito de todos cuantos bienes se han hecho en toda la vida hasta aquella hora. Piérdese la participación de los bienes de toda la Iglesia, de los cuales no goza el hombre de la manera que antes gozaba. Y, sobre todo esto, piérdese la participación de los méritos de Cristo nuestra cabeza, por no estar el hombre con él unido como miembro vivo por caridad y por gracia. Todo esto se pierde por un pecado mortal. Y lo que se gana es quedar condenado a las penas del infierno para siempre, quedar por entonces borrado del libro de la vida, quedar hecho en lugar de hijo de Dios, esclavo del demonio, y en lugar de templo y morada de la Santísima Trinidad, hecho cueva de ladrones y nido de serpientes y basiliscos. Finalmente, queda el hombre como quedó el rey Sedequías en poder de Nabucodonosor, o como Sansón después de perdidos los cabellos en que estaba toda su fortaleza, flaco como todos los otros hombres, y en poder de sus enemigos, los cuales le arrancaron los ojos y le ataron a una atahona como a bestia, y así le hacían moler y entender en oficio de bestia. Pues en este mismo estado queda el hombre miserable después que por el pecado pierde los cabellos -que es la fortaleza y ornamento de la divina gracia-, flaco para todas las obras buenas, y ciego para el conocimiento de las cosas divinas, y cautivo en poder de los demonios, los cuales lo ocupan siempre en oficios de bestia, que es en cumplir y poner por obra todos sus apetitos bestiales.


¿Parécete, pues, que es estado éste para desear? ¿Parécete que son pérdidas éstas para temer? ¿Parécete que es posible que tengan seso de hombres los que, teniendo esto por fe, osan cometer con tanta facilidad tantos pecados? Verdaderamente ésta es una de las cosas de mayor asombro y espanto que hay en el mundo. Porque cosa es pecado mortal, que ni de un rayo que cayese par de nosotros, ni del mismo infierno que viésemos abierto ante los ojos, habíamos de tener tan grande espanto como de sólo oír este nombre de pecado mortal.


Pues de todas estas consideraciones te debes aprovechar cada vez que fueres solicitado del enemigo a pecar, pesando en una balanza, por una parte todas estas pérdidas, y por otra el interés y golosina del pecado, y mirando si es razón que, por una tan sucia y tan torpe ganancia, pierdas todos estos tan grandes y tan inestimables tesoros. Porque el que esto hiciere, ninguna cosa le falta para ser hijo heredero de aquel profano Esaú, de quien dice la Escritura que vendió un tan rico mayorazgo que le pertenecía por una tan baja golosina; y, esto hecho, fuese, haciendo poco caso de haber vendido una heredad de tanto precio.



Los pecados en particular


Y aunque de todos los pecados mortales generalmente se debe el hombre apartar, pero señaladamente lo debe hacer de estos seis, que son los más ordinarios y en que más veces puede caer.


Entre los cuales, el primero y el más grave de todos es la blasfemia, que es un pecado muy vecino a los tres mayores pecados del mundo, que son infidelidad, desesperación y odio de Dios -que es absolutamente el mayor de todos, al cual es muy semejante la blasfemia, porque el blasfemo, si pudiese en aquella hora tomar a Dios entre los dientes, parece que lo despedazaría con aquel espíritu de furor que el demonio le inspira-. Por donde dijo san Agustín que no menos pecaban los que blasfemaban de Cristo, que ahora reina en el cielo, que los que le crucificaron cuando estaba acá en la tierra. Éste es un pecado que castiga Dios tan gravemente, que porque el rey Senaquerib blasfemó contra él, le mató en una noche ciento y ochenta y cinco mil hombres que tenía puestos en campo, y de ahí a pocos días se levantaron contra él sus propios hijos y le mataron. Porque justa cosa era que los mismos hijos rebelasen contra el padre que había sido rebelde y blasfemo contra Dios.


Las mujeres no caen en este pecado comúnmente, pero caen en otro muy semejante a él, que es volverse contra Dios en los trabajos que les envía, y quejarse dél y de su providencia, y poner mácula en su justicia, y decir que no le agradecen la vida que les da, y maldecir al día de su nacimiento y el siglo de sus padres, y pedirse la muerte con la ira y rabia que tienen, y quejarse porque tanto tarda, y a veces ofrecerse al demonio y echar maldiciones sobre sí. Todo esto es linaje de blasfemia, y, todo, lenguaje que propiamente se usa en el infierno entre los condenados, los cuales día y noche ninguna otra cosa hacen sino ésta. Y déstos parece que han de ser compañeros los que ahora usan este mismo oficio y hablan en esta misma lengua. Y por esto, si tú temes ser deste número, trabaja por humillarte y abajar la cabeza en todos los trabajos que Dios te envía, tomándolos de su mano como una purga ordenada por un sapientísimo médico para tu remedio, presuponiendo que Dios es la misma bondad y la misma rectitud y justicia, y que tan imposible es hacer cosa mal hecha, como dejar de ser el que es.


Y si dices que los trabajos son grandes, piensa cuerdamente que no los haces menores con la impaciencia, sino antes con ella los acrecientas y doblas. Y si quieres hacer que te parezcan pequeños, compáralos, como aconseja san Bernardo, con cuatro cosas, conviene saber, con los beneficios que has recibido de Dios, y con los pecados que has hecho contra él, y con las penas del infierno que por ellos mereces, y con la gloria del Paraíso que por ellos esperas. Y con cualquier cosa destas que los compares, te parecerán pequeños, cuanto más si los comparas con todas ellas juntas.


El segundo pecado, que tampoco está muy lejos de éste, es jurar el nombre de Dios en vano. Porque este pecado es derechamente contra Dios, y así, de su condición, es más grave que cualquier otro pecado que se haga contra el prójimo, por muy grave que sea. Y no sólo tiene esto verdad cuando se jura por el mismo nombre de Dios, sino también cuando se jura por la cruz, y por los santos, y por la vida propia. Porque cualquiera destos juramentos, si cae sobre mentira, es pecado mortal, y pecado muy reprendido en las escrituras sagradas como injurioso a la divina majestad.


Verdad es que cuando el hombre descuidadamente, sin mirar en ello, jura mentira, excusarse ha de pecado mortal, porque donde no hay juicio de razón ni determinación de voluntad, no hay esta manera de pecado.


Mas esto no se entiende en los que tienen costumbre de jurar a cada paso sin hacer caso ni mirar cómo juran, y no les pesa de tenerla ni procuran hacer lo que es de su parte por quitarla. Porque éstos no se excusan de pecado cuando, por razón desta mala costumbre, juran mentira sin mirar en ello, pudiendo y debiendo mirarlo. Ni pueden alegar diciendo que no miraron en ello ni era su voluntad jurar mentira. Porque, supuesto que ellos quieren tener esta mala costumbre, también quieren lo que se sigue de ella, que es éste y otros semejantes inconvenientes. Y por esto no dejan de imputárseles por pecados, y llamarse voluntarios.


Por esto debe trabajar el cristiano todo lo posible de desarraigar de sí esta mala costumbre, para que así no se le imputen estos descuidos por culpa mortal. Y para esto no hay otro mejor medio que tomar aquel tan saludable consejo que nos dio primero el Salvador, y después su apóstol Santiago diciendo: «Ante todas las cosas, hermanos míos, no queráis jurar ni por el cielo ni por la tierra, ni otro cualquier juramento; sino sea vuestra manera de hablar, sí por sí, y no por no, porque no vengáis a caer en juicio de condenación.» Quiere decir: porque no os lleve la costumbre a jurar alguna mentira por donde seáis juzgados y sentenciados a muerte perpetua.


Y no sólo de su propia persona, sino también de sus hijos y familia y casa trabaje por desterrar este tan peligroso vicio, reprendiendo y avisando a todos sus familiares cuando los viere jurar cualquier juramento que sea. Y cuando él mismo en esto se descuidare, tenga por estilo de dar alguna limosna, o rezar siquiera un Pater noster y Ave María, para que esto le sea, no tanto penitencia de la culpa, cuanto memorial y despertador para no caer más en ella.


El tercero pecado que debe huir después déste es todo género de torpeza y carnalidad, en el cual pecado puede el hombre caer, o por obra, o por palabra, o por pensamiento y deseo determinado de hacer algún mal recaudo, o también por delectación morosa, que es otra manera de pecado mortal más sutil y menos conocido. Y delectación morosa llamamos, cuando un hombre voluntariamente se quiere estar pensando y deleitando en un pensamiento torpe, aunque no le quisiese poner por obra. Porque también esto es pecado mortal como lo demás. Esto se entiende cuando el hombre velo que piensa, y quiere estarse en ello, o no lo quiere apartar de sí. Porque si esto fuese como a traición, y el hombre no echase de ver lo que hace, y cuando volviese en sí y se hallase con el hurto en las manos trabajase por sacudirle de sí, ya esto no sería pecado mortal, por la falta que hubo de deliberación.


El cuarto pecado mortal es cualquier odio y enemistad formada, que comúnmente viene acompañada con deseo de venganza. Digo esto porque cuando es algún rencorcillo y disgusto entre personas, que no llega a deseos de venganza ni a desear mal, o pedirlo a Dios o procurarlo, no es pecado mortal. Mas de la otra manera sí, y muy grave, como luego se verá.


El quinto pecado mortal es retener lo ajeno contra la voluntad de su dueño. Porque todo el tiempo que desta manera lo retiene, está en estado de condenación, como si estuviese enemistado o amancebado. Porque no sólo es pecado mortal el tomar lo ajeno, sino también el retenerlo contra voluntad de cuyo es. Y no basta que tenga el hombre propósito de restituir adelante, como algunos hacen, si luego lo puede hacer, porque no sólo tiene obligación a restituir, sino también a luego restituir si luego puede. Porque si no pudiese luego, o del todo no pudiese, por haber venido a suma pobreza, en tal caso no sería obligado ni a uno ni a otro, porque Dios no obliga a nadie a lo imposible.


El sexto pecado mortal es quebrantar cualquiera de los mandamientos de la Iglesia que obligan debajo de precepto, como son oír misa entera con atención domingos y fiestas, confesar una vez en el año, comulgar por Pascua, y ayunar los días que ella manda, etc. Este ayuno obliga de veintiún años arriba a los que no son enfermos o muy flacos, o viejos o trabajadores, o mujeres que crían o están preñadas, y a los que no tienen para comer bastantemente una vez al día. Y así puede haber otros impedimentos semejantes.


En lo que toca al oír de las misas los días de obligación, hase de advertir que no cumple con este mandamiento el que está en la misa con sólo el cuerpo, y mucho menos el que allí está parlando. Sino es necesario que procure estar allí atento a la misa y a los misterios de ella o de alguno otro santo pensamiento, o a lo menos rezando alguna cosa devota.


Ítem, los que tienen empleados, criados, hijos y familia deben procurar con todo estudio y diligencia que éstos oigan misa los días de obligación, y si no pudieren acudir a la mayor por haber de quedar en casa a aderezar la comida o a otras cosas necesarias, a lo menos procuren que ese día por la mañana oigan una misa rezada, para que así cumplan con esta obligación. En lo cual hay muchos señores de familia muy culpados y negligentes en esta parte, los cuales darán a Dios cuenta estrecha desta negligencia. Verdad es que cuando se ofreciese urgente y razonable causa por donde no se pudiese oír la misa, como es estar curando de un enfermo o cosas semejantes, entonces no sería pecado dejar la misa, porque la necesidad carece de ley.



Otras seis maneras de pecados que muchas veces pueden ser mortales


Estas seis maneras de pecados susodichos siempre son mortales. Hay otras seis que, aunque no siempre sean mortales, muchas veces lo pueden ser, y comúnmente son pecados veniales graves y muy vecinos a mortales, por lo cual se deben también evitar con todo estudio y diligencia.


Entre los cuales el primero es la envidia, que aunque no todas veces sea pecado mortal -como cuando es de cosas pequeñas, o cuando es más un movimiento en la parte sensitiva de nuestra ánima, que en la voluntad determinada por juicio de razón-, mas muchas veces lo puede ser, cuando es en cosas graves y con juicio y determinación de la voluntad. Y ella misma de su linaje es pecado mortal, porque milita contra la caridad, en la cual consiste la vida del ánima. Y por tanto debe el hombre huir deste pecado como de la misma muerte.


El segundo pecado es ira, que aunque no siempre, ni las más veces, sea pecado mortal, algunas veces lo puede ser, como cuando llega a decir palabras, no sólo desentonadas y coléricas, sino también afrentosas e injuriosas al prójimo. Y cuando no es pecado mortal, a lo menos es pecado grave y que desasosiega mucho el ánima y turba la paz de la conciencia. Los señores que tienen empleados y criados bien pueden, cuando es razón, castigarlos por obra y por palabra, mas deben refrenar cuanto pudieren la ira del corazón, y guardarse de llamarles perros o moros, o de encomendarlos al demonio, o de echarles maldiciones, especialmente cuando son hijos.


El tercero pecado es murmuración, la cual algunas veces viene a parar en detracción, porque comenzando a decir de una persona las culpas públicas y livianas, de ahí venimos poco a poco a parar en las secretas y graves, con que una persona queda infamada y publicada por mala, lo cual sin duda es de grandísimo peligro y perjuicio, pues es contra la fama y la honra, la cual todos tienen en más que la hacienda, y algunos aún en más que la misma vida.


El cuarto pecado es escarnecer y mofar del prójimo. El cual vicio tiene toda la fealdad que el pasado, y añade más sobre él soberbia, presunción, menosprecio y desdén, que es una cosa muy aborrecible a Dios y al mundo. Por lo cual mandaba el mismo Dios en la ley, diciendo: «No serás maldiciente ni escarnecedor en los pueblos.»


El quinto pecado es juzgar temerariamente los hechos y dichos de los prójimos, echando a mala parte lo que se podía echar a buena, contra aquello que el Salvador nos manda en el evangelio diciendo: «No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados.» Esto también muchas veces puede ser pecado mortal, cuando lo que se juzga es cosa grave, y se juzga livianamente y con poco fundamento. Mas cuando la cosa fuese liviana y el juicio fuese más sospecha que juicio, entonces no sería pecado mortal. En este pecado hay un grande y no conocido peligro, algunas veces en hombres y muchas más en mujeres, las cuales, cuando les falta algo de sus casas o tienen celos de sus maridos, con el dolor y escocimiento de lo uno o de lo otro, dan lugar a su corazón de sospechar, y a veces también de juzgar sobre fulano y fulana, por muy livianos indicios que tengan. Y lo que peor es: muchas veces sacan por la boca lo que tienen en el corazón, donde vienen a hacer a una ladrona, a otra mala mujer, a otra entrevenidera o hechicera. Donde caen en dos grandes pecados: el uno juzgar al prójimo, y el otro levantarle falso testimonio, a quien después quedan obligadas a restituir su fama, que por maravilla restituyen.


El sexto pecado es mentira y lisonja, que también pueden ser pecados mortales cuando lo uno o lo otro cae en cosa grave y perjudicial al prójimo. Lo cual es pecado mortal, y aún con cargo de restitución, cuando de aquí se siguió algún daño notable.


Éstos son los pecados más cotidianos, en que más veces suelen caer los hombres. De los cuales, todos debemos siempre huir con suma diligencia, de los unos porque son mortales, y de los otros porque están muy cerca de serlo, demás de ser de suyo más graves que los otros comunes veniales. Desta manera conservaremos la inocencia y aquellas vestiduras blancas que nos aconseja Salomón, cuando dice: «En todo tiempo estén blancas tus vestiduras, y nunca jamás falte olio de tu cabeza», que es la unción de la divina gracia, la cual nos da lumbre y fortaleza para todas las cosas, y nos enseña y esfuerza para todo bien.


Los pecados veniales


Y aunque éstos sean los principales pecados de que te debes guardar, no por eso pienses ya que tienes licencia para aflojar la rienda a todos los otros pecados veniales. Antes instantísimamente te ruego no seas del número de aquellos que, en sabiendo que una cosa no es pecado mortal, luego sin más escrúpulo se arrojan a ella con grandísima facilidad. Acuérdate que dice el Sabio que el que menosprecia las cosas menores, presto caerá en las mayores. Acuérdate del proverbio que dice que por un clavo se pierde una herradura, y por una herradura un caballo, y por un caballo un caballero. Las casas que vienen a caer por tiempo, primero comenzaron por unas pequeñas goteras y ésas poco a poco pudrieron la madera, y así vinieron a arruinarse y dar consigo en tierra. Acuérdate que aunque sea verdad que no bastan siete ni siete mil pecados veniales para hacer un mortal, pero que todavía es verdad lo que dice san Agustín por estas palabras: «No queráis menospreciar los pecados veniales porque son pequeños, sino temedlos porque son muchos. Porque muchas veces acaece que las bestias pequeñas, cuando son muchas, maten los hombres. ¿Por ventura no son muy menudos los granos del arena? Pues si cargáis un navío de mucha arena, presto se irá con ella a fondo. ¡Cuán menudas son las gotas del agua! ¿Por ventura no hinchen los caudalosos ríos y derriban las casas soberbias?» Esto, pues, dice san Agustín, no porque muchos pecados veniales hagan un mortal, como ya dijimos, sino porque disponen para él y muchas veces vienen a dar en él. Y no sólo esto es verdad, sino también lo que dice san Gregorio, que muchas veces es mayor peligro caer en las culpas pequeñas que en las grandes. Porque la culpa grande, cuanto más claro se conoce, tanto más presto se enmienda; mas la pequeña, como se tiene en nada, tanto más peligrosamente se repite, cuanto más seguramente se comete.


Finalmente, los pecados veniales, por pequeños que sean, hacen mucho daño en el ánima, porque quitan la devoción, turban la paz de la conciencia, apagan el fervor de la caridad, enflaquecen los corazones, amortiguan el vigor del ánimo, aflojan el rigor de la vida espiritual y,finalmente, resisten en su manera al Espíritu Santo e impiden su operación en nosotros. Por donde con todo estudio se deben evitar, pues nos consta cierto que no hay enemigo tan pequeño que, despreciado, no sea muy poderoso para dañar.


Y si quieres saber en qué géneros de cosas se cometen estos pecados, digo que en un poco de ira o de gula o de vanagloria, en palabras y pensamientos ociosos, en risas y burlas desordenadas, en tiempo perdido, en dormir demasiado, en mentiras y lisonjerías de cosas livianas, y así en otras cosas semejantes.


Tenemos, pues, aquí señaladas tres diferencias de pecados: unos, que comúnmente son mortales; otros, que comúnmente son veniales; otros, como medios entre estos dos extremos, que a veces son mortales y a veces veniales. De todos conviene que nos guardemos, pero mucho más de estos que están como en el medio, y mucho más de los mortales, pues por ellos solos se rompe la paz y amistad con Dios y se pierden todos aquellos bienes que arriba dijimos. Ahora será bien que tratemos de los remedios generales que hay contra ellos.



De los remedios generales contra todo pecado


Y porque no basta descubrir las llagas si no se provee de medicina contra ellas, señalaré aquí en breve doce maneras de remedios generales que hay contra todo género de pecados, especialmente contra los mortales.


Entre los cuales, el primero es considerar atentamente todas aquellas pérdidas que dijimos se perdían por un pecado mortal. Porque apenas puede haber hombre que tenga seso y se ponga a considerar todas aquellas pérdidas sobredichas, o parte de ellas, que tenga manos o corazón para cometer un pecado desta cualidad.


El segundo, huir las ocasiones de pecados, como son juegos, malas compañías, conversaciones, comunicaciones sospechosas, y vista y trato de mujeres, porque quien esto no evita, bien puede tenerse por caído y llorarse ya por muerto. Si un hombre estuviese tan flaco y enfermo que de su estado propio cayese muchas veces en tierra, ¿qué seguridad tendría éste si le tirasen por el brazo o le diesen un empellón? Pues si el hombre, por el pecado, quedó tan miserable y tan flaco que muchas veces cae por su propia flaqueza sin tener ocasión para caer, ¿qué hará ofreciéndosele ocasión para ello, pues es verdadera sentencia que en el arca abierta el justo peca?


El tercero es resistir al principio de la tentación con grandísima presteza, poniendo ante los ojos del ánima a Cristo crucificado, con aquella misma figura lastimera que tuvo en la cruz, todo hecho llagas y

ríos de sangre, y acordarse que aquél es Dios, y que se puso allí por el pecado, y temblar de hacer cosa que fue parte para traer a Dios en tal estado. Y considerando esto, llamémosle de lo íntimo de nuestro corazón para que nos ayude y libre dese dragón infernal, y no permita que tan gran trabajo suyo haya sido tomado por nosotros en vano.


El cuarto es el uso de los sacramentos, que no son otra cosa sino remedios inventados por Dios para curar los pecados hechos y preservar de los venideros, y es el mayor beneficio que recibimos en la ley de gracia. Y aunque en todo tiempo tenga sazón el uso de los sacramentos, pero especialmente al tiempo de la tentación es grandísimo remedio acudir a la confesión. Y si alguna vez, lo que Dios no permita, cayeses en pecado, en ninguna manera te debes acostar con él, porque no sabes lo que será de ahí a la mañana, sino trabaja ese mismo día por confesarte y arrepentirte, porque, como dice san Gregorio, «si el pecado no se quita luego por la penitencia, luego con su propia carga trae otro en pos de sí».


El quinto es el uso de la frecuente y devota oración, en la cual se pide fortaleza y gracia contra el pecado y se gustan las consolaciones del Espíritu Santo, con que fácilmente se desprecian las del mundo, y se alcanza el espíritu de la devoción esencial que nos hace prontos y hábiles para todo bien.


El sexto es lección de buenos y santos libros, con la cual se ocupa bien el tiempo, y se alumbra el entendimiento con el conocimiento de la verdad, y se enciende la voluntad en devoción, y así se hace el hombre más fuerte contra el pecado y más hábil para toda virtud.


El séptimo es ocupación en obras pías y ejercicios honestos, porque el hombre ocioso es como la tierra holgada, que no llega otra cosa sino cardos y espinas. Por donde con razón dijo el Sabio que muchos males enseñó al hombre la ociosidad.


El octavo es el ayuno y las asperezas corporales, y abstinencia de vino y de manjares calientes, porque, entre otros loores que tiene el ayuno, éste es muy principal que, enflaqueciendo el enemigo doméstico, enflaquece también todos los ímpetus y pasiones dél. Y por esta causa, y también por satisfacción de nuestros pecados y por imitación y honra de la pasión de Cristo, se da por muy saludable consejo que el cristiano procure cada día, y especialmente todos los viernes del año, hacer alguna manera de penitencia, aunque sea pequeña, o en el comer, o en el beber, o en el dormir, o en estar de rodillas, o en sufrir algún pequeñuelo trabajo, o en perdonar algún enojo, o en negar su propia voluntad y apetito en cosas que mucho desea, o en otra cualquier obra semejante. Porque esto aprovecha, no sólo para remedio de los pecados, sino también para otros grandes provechos.


El nono es silencio y soledad, porque como dice Salomón, «en el mucho hablar no pueden faltar pecados», y, como dijo otro sabio, «nunca entré en la compañía de otros hombres, que no saliese de allí menos hombre». Y por esto el que quiere quitar parte de sus armas al pecado, huya de conversaciones, de compañías no necesarias, y de visitaciones y cumplimientos de mundo, porque por experiencia hallará, si esto no hace, cuál vuelve después a su posada, cuán desconsolado y descontento, y cuán llena la cabeza de imágenes y representaciones de cosas que le dan bien en qué entender al tiempo que quiere recogerse.


El décimo es examinarse cada noche antes que se acueste, y tomarse cuenta de lo que ha hecho aquel día y de cómo ha gastado el tiempo. Y puede proceder en este examen por los mismos documentos desta regla, considerando si ha caído en alguno destos doce pecados que aquí habemos contado, y desfallecido en los remedios. Desta manera podrá examinarse, y también acusarse ante Dios, de la soberbia y vanagloria, de la envidia, rencores o enemistades, de las sospechas y juicios temerarios, de la vana tristeza y vana alegría por las cosas del mundo, de los deseos desordenados de tener haciendas o estados u honras temporales, de las tentaciones contra la fe y contra la limpieza y castidad, de las mentiras y palabras ociosas, de los juramentos sin necesidad, de las burlas y palabras dichas en ofensas del prójimo, de la pereza y negligencia en las obras de virtud, de que eres tibio en el amor de Dios, desagradecido a su majestad, olvidado de los beneficios recibidos, seco como una arista en la oración, frío en la caridad con los pobres. Y de todo esto en particular te pese, y pide perdón a nuestro señor con firme propósito de la enmienda. Y después que así hubieres lavado con lágrimas tu lecho según lo hacía David, dormirás con más sosegado sueño y sentirás grande alivio de tu conciencia y espiritual consolación en tu alma.


Y para los que son particularmente tentados de algún vicio -como es ira, vanagloria, jactancia u otros semejantes- es muy gran remedio, demás deste examen y confesión de la noche, armarse cada día por la mañana con propósitos y oraciones contra este tal vicio, pidiendo instantemente al Señor especial ayuda contra él, porque esta manera de prevención y reparo cotidiano hace mucho al caso para ganar victoria del enemigo. Y no menos ayuda para esto tomar cada semana una especial empresa, o de vencer un vicio o de alcanzar una virtud, porque desta manera poco a poco va el hombre ganando tierra y alcanzando virtudes y apoderándose de sí mismo.


El undécimo remedio es vivir con cuidado de evitar aún los pecados veniales, pues ellos son los que disponen para los mortales, de lo cual arriba ya tratamos. Porque el que está habituado a huir los menores males, mucho más se guardará de los mayores.


El duodécimo y último remedio es romper con el mundo y con todas sus leyes, vanidades y cumplimientos, y no hacer caso del decir de las gentes, porque éste es el primer capítulo que ha de aceptar el que trata de amistad con Dios, según aquello de Santiago que dice: «Quienquiera que quisiere ser amigo de Dios, luego se ha de declarar por enemigo del mundo.» Porque de otra manera, como dice el Salvador, «imposible es servir a dos señores», especialmente siendo tan contrarios como son, pues Dios es la suma de todos bienes, y el mundo está todo, como dice san Juan, armado sobre males. Y tenga por cierto quienquiera que no rompiere con el mundo, ni le perdiere la vergüenza en lo que debe perderse, que no podrá dejar de hacer muchos males por temor del mundo, y excusarse de muchos bienes por la misma causa. Y esto basta para tenerse por siervo del mundo y no de Dios, pues, por no descontentar al mundo, descontenta a Dios.




De los remedios particulares contra los vicios


Estos son los remedios generales que se suelen dar contra los vicios.


Hay otros particulares que militan contra cada uno de los vicios en particular. Y porque las raíces de todos cuantos vicios hay son aquellos siete que por esto se llaman capitales, contra éstos puedes aprovecharte destos brevísimos y eficacísimos remedios, con los cuales se defendía un religioso varón, diciendo así:


Contra la soberbia

Cuando considero a cuán grande extremo de humildad se abajó aquel altísimo hijo de Dios por mí, nunca tanto me pudo abatir alguna criatura, que no me tuviese por digno de mayor abatimiento.


Contra la avaricia

Como entendí que con ninguna cosa podía mi ánima tener hartura sino con sólo Dios, parecióme que era gran locura buscar otra cosa fuera de él.


Contra la lujuria

Después que entendí la grandísima dignidad que mi cuerpo recibe cuando recibe el sacratísimo cuerpo de Cristo, parecióme que era grande sacrilegio profanar el templo, que él para sí consagró, con la torpeza de los pecados carnales.


Contra la ira

Ninguna injuria de hombres bastará para turbarme, si me acordare de las injurias que yo tengo hechas contra Dios.


Contra el odio y envidia

Después que entendí cómo Dios había recibido un tan gran pecador como yo, no pude querer a nadie mal ni negarle perdón.


Contra la gula

Quien considerare aquella amarguísima hiel y vinagre que en medio de sus tormentos se dio por último refrigerio al Hijo de Dios, que por ajenos pecados padecía, habrá vergüenza de buscar manjares regalados y exquisitos, teniendo tanta obligación a padecer algo por sus propios pecados.


Contra la pereza

Como entendí que después de tan brevísimo trabajo se alcanzaba gloria perdurable, parecióme que era muy pequeña cualquier fatiga que por esta causa se padeciese.


El siguiente video contiene la totalidad de la predicación anterior: "De los Vicios y de sus Remedios", de Fray Luis de Granada.


VIDEO:


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Fuente: Guía de pecadores, de Fray Luis de Granada (1504-1588).

jueves, 17 de abril de 2014

"De las Penas del Infierno". Prédica de Fray Luis de Granada.

Prédica:

"De las penas del Infierno"

Fray Luis de Granada



Bastaba la menor parte deste galardón para mover nuestros corazones a mucho más aún de lo que nos manda Dios. ¿Pues qué será si con la grandeza desta gloria juntamos también la grandeza de la pena que está a los malos aparejada? Porque no se puede aquí el malo consolar diciendo: «Si fuere malo, todo lo hace no ir a gozar de Dios; en lo demás no tendré pena ni gloria; no me queda qué padecer.» No es así, sino que forzadamente nos ha de caber unas destas dos suertes tan desiguales, que o habemos de ser compañeros de los ángeles, o compañeros de los demonios; o habemos de reinar para siempre con Dios, o arder para siempre en el infierno. Porque no se da medio entre estos dos extremos, excepto el purgatorio. Éstos son en figura aquellas dos canastas que mostró Dios al profeta Jeremías ante las puertas del templo: la una llena de higos buenos, y en gran manera buenos, y la otra de higos malos, y tan malos, que por ninguna vía se podían comer de malos. Las cuales significan dos diferencias de personas: unas, con que Dios ha de usar de misericordia, que son todos los escogidos; y otras, con quien ha de usar de justicia, que son todos los reprobados. Y la suerte de los unos es tan dichosa, y la de los otros tan desdichada, que ningún linaje de palabras basta para explicar la grandeza destos dos extremos tan distantes. Porque, dejadas aparte las otras consideraciones, la suerte de los buenos es un bien universal en quien están todos los bienes, y por el contrario, la de los malos un mal universal que abraza y comprende en sí todos los males.



¿Cielo o Infierno?





Para lo cual es de saber que todos los males desta vida son males particulares. Y por eso no atormentan generalmente todos nuestros sentidos, sino uno solo, o algunos. Y poniendo ahora ejemplo en las enfermedades corporales, vemos que hay un mal de ojos, otro de oídos, otro de corazón, otro de estómago, otro de vientre, y así otros desta cualidad. Ninguno destos males es universal de todos los miembros, sino particular de alguno dellos. Y con todo esto, vemos la pena que da un solo mal de éstos, y la mala noche que pasa un doliente con cualquiera dellos, aunque no sea más que un dolor de un diente o de una muela. Pues pongamos ahora caso que algún hombre estuviese padeciendo un mal tan universal, que no le dejase miembro, ni sentido, ni coyuntura sin su propio tormento, sino que en un mismo tiempo estuviese padeciendo agudísimos dolores en la cabeza y en los ojos y en los oídos y en los dientes y en el estómago y en el hígado y en el corazón, y, por abreviar, en todos los otros miembros y coyunturas de su cuerpo, y que así estuviese tendido en una cama, cociéndose en estos dolores y teniendo para cada uno de los miembros su propio verdugo. El que desta manera estuviese penando, ¿qué tan grande trabajo te parece que pasaría, o qué cosa podría ser más miserable y más para haber piedad? A un perro de la calle que vieses desta manera penar, te pondría lástima y compasión. Pues esto es, hermano mío, si alguna comparación se puede hacer, lo que no por una noche, sino eternalmente se padece en aquel malaventurado lugar.



Penas eternas


Porque así como los malos, con todos sus miembros y sentidos ofendieron a Dios, y de todos hicieron armas para servir al pecado, así ordenará él que todos sean allí atormentados y que cada uno dellos pene con su propio tormento. Allí, pues, los ojos deshonestos y carnales serán atormentados con la visión horrible de los demonios; los oídos, con la confusión de las voces y gemidos que allí sonarán; las narices, con el hedor intolerable de aquel sucio lugar; el gusto, con rabiosísima hambre y sed; el tacto y todos los miembros del cuerpo, con frío y fuego incomportable; la imaginación padecerá con la aprehensión de los dolores presentes, la memoria con la recordación de los placeres pasados, el entendimiento con la consideración de los bienes perdidos y de los males advenideros.


Tormentos particulares


Esta muchedumbre de penas nos significa la escritura divina cuando dice que en el infierno habrá hambre, sed y llanto, y crujir de dientes, y cuchillo dos veces agudo, y espíritus criados para venganza, y serpientes, y gusanos, y escorpiones, y martillos, y ascensios, y agua de hiel, y espíritu de tempestad, y otras cosas semejantes, por las cuales se nos figura la muchedumbre y terribleza espantosa de los tormentos de aquel lugar. Allí también habrá aquellas tinieblas interiores y exteriores para cuerpos y ánimas, muy más oscuras que las de Egipto, que se podían palpar con las manos. Allí habrá fuego, y no como el de acá, que atormenta poco y acaba presto, sino como conviene para aquel lugar, que atormente mucho y nunca acabe de atormentar.



Lugar de llanto y crujir de huesos



Pues si esto es verdad, ¿cómo se compadece que, los que esto creen y confiesan, vivan con tan extraño descuido? ¿A qué trabajos no se pondría un hombre por excusar un solo día, y una hora que fuese, del menor destos tormentos? ¿Pues cómo por evitar una eternidad de males, y tan grandes males, no se ponen a un tan pequeño trabajo como es el de la virtud? Cosa es ésta para sacar de juicio a quien profundamente la considerase.



O la Cruz en este mundo
 o el Infierno en el otro



Y si entre tanta muchedumbre de penas hubiese alguna esperanza de término o de alivio, aun sería esto alguna manera de consuelo. Mas no es así, sino que de todo en todo están allí cerradas las puertas a todo género de alivio y de esperanza. En todas cuantas maneras de trabajos hay en esta vida, siempre queda algún resquicio por donde pueda recibir el que padece algún linaje de consuelo. Unas veces la razón, otras el tiempo, otras los amigos, otras la  compañía del mal de muchos, otras a lo menos la esperanza del fin, consuelan al que padece. Mas en sólo este mal están de tal manera cerrados todos los caminos y tomados todos los puertos de consolación, que de ninguna parte pueden los miserables esperar remedio: ni del cielo, ni de la tierra, ni de lo pasado, ni de lo presente, ni de lo venidero, ni de otra alguna parte, sino de todas parece que les tiran saetas, y que todas las criaturas han conjurado contra ellos, y ellos mismos son crueles contra sí.


Éste es aquel aprieto de que se quejan los malaventurados por el profeta diciendo: «Cercádome han dolores de muerte, y dolores de infierno me han cercado», porque a cualquier parte que vuelvan y revuelvan los ojos, siempre ven causas de dolores, y ninguna de consolación. «Entraron -dice el evangelista- las vírgenes que estaban apercibidas al palacio del esposo, y luego se cerró la puerta.» ¡Oh cerradura perpetua, oh clausura inmortal, oh puerta de todos los bienes, que nunca te abrirás jamás! Como si más claramente dijera: Cerrada está la puerta del perdón, de la misericordia, del consuelo, de la intercesión, de la esperanza, de la gracia, del merecimiento, y de todos los bienes. Seis días no más se coge el maná, y al séptimo día, que es el sábado, no se halla, y por eso ayunará para siempre quien con tiempo no se proveyó. «Por temor del frío -dice el Sabio- no quiso arar el perezoso, y por esto andará a mendigar en el verano, y no le darán.» Y en otro lugar: «El que allega en el verano es hijo discreto, y el que entonces se echa a dormir, hijo de confusión.»


El rico Epulón y el pobre Lázaro



¿Qué mayor confusión que la que padece aquel miserable rico avariento, el cual, con las migajuelas de pan que se le caían de la mesa pudiera comprar la hartura del cielo, y que, por no haber querido dar esta poquedad viniese a tal extremo de pobreza, que pidiese y pida para siempre una sola gota de agua, y no se la den? ¿A quién no mueve aquella petición del malaventurado que dice: «Padre Abrahán, ten compasión de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta del dedo en agua y me toque en la lengua, porque me atormenta esta llama» ¿Qué más escasa petición se pudiera pedir que ésta? No se atrevió a pedir un solo jarro de agua, ni aun siquiera que mojase toda la mano en agua, y lo que más es de maravillar, ni aun todo el dedo, sino sólo la punta del dedo, para tocarle la lengua, y aun esto no se le concedió. Por donde verás cuán cerrada está la puerta de todo consuelo, y cuán universal es aquel entredicho y descomunión que está puesta a los malos, pues aun esto no se alcanza. De suerte que a doquiera que volvieren los ojos, a doquiera que extendieren las manos, ningún consuelo hallarán, por pequeño que sea. Y así como el que se está ahogando en la mar, sumido ya debajo las aguas, que no halla sobre qué hacer pie, y tiende muchas veces las manos a todas partes en vano porque todo lo que aprieta es agua líquida y deleznable que le burla y engaña, así acaecerá allí a los malaventurados cuando estén ahogándose en aquel piélago de tantas miserias, agonizando y batallando siempre con la muerte, sin tener arrimo ni consuelo sobre que puedan estribar.




Ésta es, pues, la mayor de las penas que en aquel malaventurado lugar se padecen. Porque si estas penas hubieran de durar por algún tiempo limitado, aunque fuera mil años, o cien mil años, o cien mil millones de años, aun esto fuera algún linaje de consuelo, porque ninguna cosa es cumplidamente grande si tiene fin. Mas no es así, sino que sus penas compiten con la eternidad de Dios, y la duración de su miseria con la duración de la divina gloria. En cuanto Dios viviere, ellos morirán, y cuando Dios dejare de ser el que es, dejarán ellos de ser lo que son. ¡Oh vida mortífera, oh muerte inmortal! No sé cómo te llame, si vida, si muerte. Si eres vida, ¿cómo matas? Y si eres muerte, ¿cómo duras? Ni te llamaré lo uno ni lo otro, porque en lo uno y en lo otro hay algo de bien. En la vida hay descanso, y en la muerte término, que es grande alivio de los trabajos. Tú ni tienes descanso ni término. Pues, ¿qué eres? Eres lo malo de la vida y lo malo de la muerte, porque de la muerte tienes el tormento sin el término, y de la vida la duración sin el descanso. Despojó Dios a la vida y a la muerte de lo bueno que tenían, y puso en ti lo que restaba, para castigo de los malos. ¡Oh amarga composición, oh purga desabrida del cáliz del Señor, del cual beberán todos los pecadores de la tierra!


El Infierno de los Condenados


Pues en esta duración, en esta eternidad querría yo, hermano mío, que hincases un poco los ojos de la consideración, y que como animal limpio rumiases ahora este paso dentro de ti. Y para que mejor esto hagas, ponte a considerar el trabajo que pasa un enfermo en una mala noche, especialmente si le aqueja algún grande dolor o alguna enfermedad aguda. Mira qué de vuelcos da en aquella cama, qué desasosiego tiene consigo, qué tan larga le parece aquella noche, qué hace de contar las horas del reloj, y cuán grande le parece cada una. Y todo se le va en desear la luz de la mañana, que tan poca parte ha de ser para curar su mal, pues si éste se tiene por tan grande trabajo, ¿cuál será el de aquella noche eterna que no tiene mañana ni espera el alba del día? ¡Oh oscuridad profunda, oh noche perpetua, oh noche maldita por boca de Dios y de sus santos, que deseas la luz y no la verás, ni el resplandor de la mañana que se levanta! Pues mira ahora qué linaje de tormento sea vivir para siempre en tal noche como ésta, acostado, no en una cama blanda como lo está un doliente, sino en un horno de llamas tan terribles. ¿Qué espaldas bastarán para sufrir estos ardores? ¿Qué corazón no se despedazará con la continuación deste tormento? «¿Quién de vosotros -dice Dios por su profeta- podrá morar con aquel fuego tragador y hacer vida con aquellos ardores eternos? ¡Oh cosa para temer! Si sólo poner la punta del dedo sobre un ascua por espacio de sola un avemaría parece cosa intolerable, ¿qué será estar en cuerpo y en anima ardiendo en aquellos fuegos tan vivos, que los desta vida, comparados con ellos, no son más que pintados? ¿Hay juicio en la tierra? ¿Tienen seso los hombres? ¿Entienden qué quieren decir estas palabras? ¿Creen que esto es fábula de poetas? ¿Piensan que esto les toca a ellos, o que se dice por otros?» Nada desto ha lugar que se diga, pues clama en su evangelio aquella eterna Verdad diciendo: «El cielo y la tierra faltarán, mas mis palabras no faltarán.



El Reino de las Tinieblas

El siguiente video contiene toda la prédica anterior: "De las Penas del Infierno"
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martes, 15 de abril de 2014

"De la Gloria de los Bienaventurados". Prédica de Fray Luis de Granada.

 Prédica:

 "De la Gloria de los Bienaventurados"

Fray Luis de Granada


 

Después de la condenación y sentencia de los malos, síguese luego el galardón y gloria de los buenos, que es aquel bienaventurado reino y aquella dichosa vida que Dios les tiene aparejada desde el principio del mundo.




Qué tal sea esta vida, no hay lenguas de ángeles ni de hombres que basten para lo explicar. Mas para tener algún olor y conocimiento de ella, oye ahora brevemente lo que san Agustín dice de ella en una meditación suya por estas palabras: «¡Oh vida aparejada de Dios para sus amigos, vida bienaventurada, vida segura, vida sosegada, vida hermosa, vida limpia, vida casta, vida santa, vida no sabedora de muerte, vida sin tristeza, sin trabajo, sin dolor, sin congoja, sin corrupción, sin sobresalto, sin variedad ni mudanza, vida llena de toda hermosura y dignidad, donde ni hay enemigo que ofenda, ni deleite que inficione, donde el amor es perfecto y el temor ninguno, donde el día es eterno, y el espíritu de todos uno, donde Dios se ve cara a cara, y sólo este manjar se come en ella sin hastío! Deléitame considerar tu claridad y agradan tus bienes a mi deseoso corazón. Cuanto más te considero, más me hiere tu amor. Grandemente me deleita el deseo grande de ti, y no menos me es dulce tu memoria.»

 

«¡Oh vida felicísima, oh reino verdaderamente bienaventurado, que careces de muerte, que no tienes fin, a quien ningunos tiempos suceden, donde el día sin noche continuado no sabe qué cosa es mudanza, donde el caballero vencedor, ayuntado a aquellos perpetuos coros de ángeles y coronada la cabeza con guirnalda de gloria, canta a Dios un cantar de los cantares de Sión! Dichosa y muy dichosa sería mi ánima, si acabado el curso desta peregrinación, mereciese yo ver tu gloria, tu bienaventuranza, tu hermosura, los muros y puertas de tu ciudad, tus plazas, tus aposentos, tus generosos ciudadanos y tu rey omnipotente en su hermosa majestad. Las piedras de tus muros son preciosas, las puertas están sembradas de perlas resplandecientes, tus plazas son de oro muy subido, en las cuales nunca faltan perpetuas alabanzas. Las casas son de sillería, los sillares son zafiros, los maderamientos racimos de oro, donde ninguno entra sino limpio y ninguno mora que sea sucio. Hermosa y suave eres en tus deleites, madre nuestra Jerusalén. Ninguna cosa en ti se padece de las que aquí se padecen. Muy diferentes son tus cosas, de las que en esta vida miserable siempre vemos. En ti nunca se ven tinieblas, ni noche, ni mudanza de tiempos. La luz que te alumbra ni es de lámparas, ni de luna, ni de lúcidas estrellas, sino Dios que procede de Dios, y luz que mana de luz, es el que te da claridad. El mismo rey de los reyes reside siempre en medio de ti cercado de sus ministros.»







«Allí los ángeles a coros le dan música muy suave. Allí se goza la hermandad de aquellos nobles ciudadanos. Allí se celebra una perpetua solemnidad y fiesta con cada uno de los que entran desta peregrinación. Allí está la orden de los profetas, allí el señalado coro de los apóstoles, allí el ejército nunca vencido de los mártires, allí el reverendísimo convento de los confesores, allí los verdaderos y perfectos religiosos, allí las santas mujeres que juntamente vencieron los mundanos deleites con la flaqueza femenil, allí los mancebos y doncellas más ancianos en virtudes que en edad, allí las ovejas y corderos que escaparon de los lobos, y de los lazos engañosos desta vida tienen perpetua fiesta, cada cual en su ventana, todos semejantes en el gozo, aunque en el grado diferentes. Allí reina la caridad en toda su perfección, porque Dios es en todos todas las cosas, a quien contemplan sin fin, en cuyo amor siempre arden, a quien siempre aman, amando alaban, y alabando aman, y todo su ejercicio es alabanzas sin cansancio y sin trabajo. ¡Oh, dichoso yo y verdaderamente dichoso cuando, suelto de las prisiones deste corpezuelo, mereciere oír aquellos cantares de la música celestial, entonados en alabanza del rey eterno por todos los ciudadanos de aquella noble ciudad! ¡Dichoso yo y muy dichoso cuando me hallare entre los capellanes de aquella capilla, y me cupiere la vez de entonar yo también mi aleluya, y asistir a mi rey, a mi Dios, a mi señor, y verle en su gloria así como él me lo prometió cuando dijo: Padre, ésta es mi última y determinada voluntad, que todos los que tú me diste, se hallen conmigo, y vean la claridad que tuve contigo antes que el mundo fuese criado.» Hasta aquí son palabras de san Agustín.




Pues dime ahora, ¿qué día será aquel que amanecerá por tu casa si hubieres vivido en temor de Dios cuando, acabado el curso desta peregrinación, pases de la muerte a la inmortalidad, y en el paso que los otros comienzan a temer, comiences tú a levantar cabeza, porque se allega el día de tu redención? Sal un poco, dice san Jerónimo a la virgen Eustoquio, de la cárcel dese cuerpo, y puesta a la puerta dese tabernáculo, pon delante tus ojos el galardón de los trabajos presentes. Dime, ¿qué día será aquél cuando la sagrada virgen María, acompañada de coros de vírgenes, te venga a recibir, y cuando el mismo señor y esposo tuyo, con todos los santos, te salga al camino diciendo: «Levántate y date prisa, querida mía, hermosa mía, paloma mía, que el invierno es ya pasado, y el torbellino de las aguas ha cesado, y las flores han aparecido en nuestra tierra»?






Pues, ¿qué tan grande será el gozo que tu ánima recibirá cuando en esta hora sea presentada ante el trono de aquella beatísima Trinidad por mano de los santos ángeles, y especialmente de aquél a quien fuiste como a fiel depositario encomendada, cuando éste, con los demás, prediquen tus buenas obras y las cruces y trabajos que padeciste por Dios? Escribe san Lucas que, cuando murió aquella santa limosnera Tabita, todas las viudas y pobres cercaron al apóstol san Pedro mostrándole las vestiduras que les hacía, por las cuales cosas movido el apóstol, rogó a Dios por aquella tan piadosa mujer, y por sus oraciones le alcanzó la vida. Pues, ¿qué gozo sentirá tu ánima cuando aquellos bienaventurados espíritus te tomen en medio y, puestos ante el divino consistorio, prediquen tus buenas obras y cuenten por su orden tus limosnas, tus oraciones, tus ayunos, la inocencia de tu vida, el sufrimiento de las injurias, la paciencia en los trabajos, la templanza en los regalos, con todas las otras virtudes y buenas obras que hiciste? ¡Oh cuánta alegría recibirás en aquella hora por todo el bien que hubieres hecho, y cómo conocerás allí el valor y excelencia de la virtud! Allí el varón obediente hablará victorias, allí la virtud recibirá su premio, y el bueno será honrado según su merecimiento.



Demás desto, ¿qué gozo será aquel que recibirás cuando, viéndote en aquel puerto de tanta seguridad, vuelvas los ojos al curso de la navegación pasada, y veas las tormentas en que te viste y los estrechos por do pasaste y los peligros de ladrones y cosarios de que escapaste? Allí es donde se canta aquel cantar del profeta, que dice: «Si no fuera porque el Señor me ayudó, poco faltó para que mi ánima fuera a parar en los infiernos.» Especialmente cuando de allí veas tantos pecados como cada hora se hacen en el mundo, tantas ánimas como cada día descienden al infierno, y cómo entre tanta muchedumbre de perdidos quiso Dios que tú fueses del número de los ganados y de aquéllos a quien hubiese de caber tan dichosa suerte. 
 





  
¿Qué será, sobre todo esto, ver las fiestas y triunfos que cada día se celebran con los nuevos hermanos que, vencido ya el mundo y acabado el curso de su peregrinación, entran a ser coronados con ellos? ¡Oh, qué gozo se recibe de ver restaurarse aquellas sillas, y edificarse aquella ciudad, y repararse los muros de aquella noble Jerusalén! ¡Con cuán alegres brazos los recibe toda aquella corte del cielo, viéndolos venir cargados de los despojos del enemigo vencido! Allí entrarán con los varones triunfantes también las mujeres vencedoras, que juntamente con el siglo vencieron la flaqueza de su condición. Allí entrarán las vírgenes inocentes martirizadas por Cristo, con doblado triunfo de la carne y del mundo, con guirnaldas de azucenas y rosas en sus cabezas. Allí también muchos mozos y niños, que sobrepujaron la ternura de sus años con discreción y virtudes, entran cada día a recibir el premio de su pureza virginal. Allí hallan a sus amigos, conocen a sus maestros, reconocen a sus padres, abrázanse y danse dulce paz, y reciben la norabuena de tal entrada y tal gloria. ¡Oh, cuán dulcemente sabe entonces el fruto de la virtud, aunque un tiempo parecían amargas sus raíces! Dulce es la sombra después del retesero del medio día, dulce la fuente al caminante cansado, dulce el sueño y reposo al siervo trabajador, pero muy más dulce es a los santos la paz después de la guerra, la seguridad después del peligro, y el descanso perdurable después de la fatiga de los trabajos pasados.



¿Qué será, sobre todo esto, ver las fiestas y triunfos que cada día se celebran con los nuevos hermanos que, vencido ya el mundo y acabado el curso de su peregrinación, entran a ser coronados con ellos? ¡Oh, qué gozo se recibe de ver restaurarse aquellas sillas, y edificarse aquella ciudad, y repararse los muros de aquella noble Jerusalén! ¡Con cuán alegres brazos los recibe toda aquella corte del cielo, viéndolos venir cargados de los despojos del enemigo vencido! Allí entrarán con los varones triunfantes también las mujeres vencedoras, que juntamente con el siglo vencieron la flaqueza de su condición. Allí entrarán las vírgenes inocentes martirizadas por Cristo, con doblado triunfo de la carne y del mundo, con guirnaldas de azucenas y rosas en sus cabezas. Allí también muchos mozos y niños, que sobrepujaron la ternura de sus años con discreción y virtudes, entran cada día a recibir el premio de su pureza virginal. Allí hallan a sus amigos, conocen a sus maestros, reconocen a sus padres, abrázanse y danse dulce paz, y reciben la norabuena de tal entrada y tal gloria. ¡Oh, cuán dulcemente sabe entonces el fruto de la virtud, aunque un tiempo parecían amargas sus raíces! Dulce es la sombra después del retesero del medio día, dulce la fuente al caminante cansado, dulce el sueño y reposo al siervo trabajador, pero muy más dulce es a los santos la paz después de la guerra, la seguridad después del peligro, y el descanso perdurable después de la fatiga de los trabajos pasados.



Ya son acabadas las guerras, ya no hay más por qué andar armados a la diestra y a la siniestra. Armados subieron los hijos de Israel a la tierra de promisión; mas, después de conquistada la tierra, arrimaron sus lanzas y dejaron las armas, y olvidados ya todos los temores y alborotos de guerra, cada uno a la sombra de su parra y de su higuera, gozaban del ocio y de los frutos de la dulce paz. Ya pueden allí dormir los ojos, cansados de las continuas vigilias. Ya puede descenderse de su estancia el profeta velador, que fijaba sus pies sobre el lugar de la guarnición. Ya puede reposar el bienaventurado padre Jerónimo, que juntaba las noches con los días hiriendo sus pechos en la oración, peleando animosamente contra las fuerzas importunas de la antigua serpiente. No suenan allí jamás las armas temerosas del enemigo sangriento; no tienen allí lugar las astucias de la culebra enroscada; no llega aquí la vista del ponzoñoso basilisco, ni se oirá allí el silbo de la antigua serpiente, sino el silbo del aire del Espíritu Santo donde se vea la gloria de Dios. Ésta es la región de paz y seguridad puesta sobre todos los elementos, donde no llegan los nublados y torbellinos del aire tenebroso.

 




Hijos de Adán, linaje de hombres miserablemente ciego y engañado, ovejas descarriadas y perdidas: si ésta es vuestra majada, ¿tras qué andáis, qué hacéis, cómo dejáis perder un tan grande bien por tan pequeño trabajo? Si para esto son menester trabajos, desde aquí os llamo a todos los trabajos del mundo, que vengáis a dar sobre mí. Lluevan sobre mí dolores, fatíguenme enfermedades, aflíjanme tribulaciones, persígame uno, inquiéteme otro, conjuren contra mí todas las criaturas, sea yo hecho oprobio de los hombres y desecho del mundo, desfallezca en dolor mi vida, y mis años con gemidos, con tanto que después desto venga yo a descansar en el día de la tribulación, y merezca subir a aquel pueblo guarnecido y hermoseado desta gloria. 
 

Anda, pues, ahora, loco amador del mundo, busca títulos y honras, edifica recámaras y palacios, ensancha términos y heredades, manda si quieres a reinos y mundos, que nunca serás por eso tan grande como el menor de los siervos de Dios, que recibe lo que el mundo no puede dar y goza de lo que para siempre ha de durar. Tú, con tus pompas y riquezas, serás con el rico glotón sepultado en el infierno; y éste, con el pobre Lázaro, será por los ángeles llevado al seno de Abrahán.

El siguiente video contiene toda la prédica anterior: De la Gloria de los Bienaventurados. 



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