Prédica:
De los Vicios y de sus Remedios
Fray Luis de Granada
Fray Luis de Granada (1504-1588) |
Pecado
mortal en común
Presupuestos
ya estos dos preámbulos, el primer fundamento desta obra y la
primera piedra deste edificio es asentar en tu corazón un muy firme
y determinado propósito de morir mil muertes, si fuese necesario,
antes que hacer un pecado mortal contra Dios. De manera que, así
como una mujer noble y virtuosa está aparejada para morir antes que
hacer traición a su marido, así el cristiano debe ser tan fiel a
Dios, y debe estar tan casado con él, que esté aparejado a padecer
cualquier detrimento de vida, de honra y de hacienda, por grande que
sea, antes que cometer esta manera de traición contra él. Para lo
cual, entre otras muchas cosas, te aprovechará entender las pérdidas
en que un hombre cae por un pecado mortal, las cuales son tantas y
tan grandes, que quienquiera que atentamente las considerare, no
podrá dejar de quedar atónito y espantado de ver la facilidad que
muchos tienen en cometer este género de pecados.
Porque
por este pecado se pierde primeramente la gracia del Espíritu Santo,
que es la mayor dádiva de cuantas Dios puede dar a una pura criatura
en esta vida. Porque no es otra cosa gracia sino una forma
sobrenatural que hace al hombre, si decir se puede, pariente de Dios,
que es consorte y participante de la naturaleza divina. Piérdese
también la amistad y privanza con Dios, que anda siempre en compañía
de la misma gracia. Y si es mucho perder la de un príncipe de la
tierra, bien se ve cuánto más será perder la del rey de cielos y
tierra. Piérdense también las virtudes infusas y dones del Espíritu
Santo, con los cuales el hombre estaba hermoso y ataviado en los ojos
de Dios, y armado y fortalecido contra todo el poder y fuerzas del
enemigo. Piérdese el derecho del reino de los cielos, que también
procede desa misma gracia, porque por la gracia se da la gloria, como
dice el apóstol. Piérdese el espíritu de adopción que nos hace
hijos de Dios, y así nos da espíritu y corazón de hijos para con
él. Y junto con este espíritu, se pierde el tratamiento de hijo y
la providencia paternal que Dios tiene de aquellos que así recibe
por hijos, que es uno de los grandes bienes que en este mundo se
pueden poseer, en el cual con grandísima razón se gloriaba el
profeta cuando decía: «Alegrarme he, Señor, en verme puesto debajo
la sombra de tus alas», que es debajo de la tutela y providencia
paternal que tienes de los que recibes por tuyos.
Piérdese
también por aquí la paz y serenidad de la buena conciencia.
Piérdense los regalos y consolaciones del Espíritu Santo. Piérdese
el fruto y mérito de todos cuantos bienes se han hecho en toda la
vida hasta aquella hora. Piérdese la participación de los bienes de
toda la Iglesia, de los cuales no goza el hombre de la manera que
antes gozaba. Y, sobre todo esto, piérdese la participación de los
méritos de Cristo nuestra cabeza, por no estar el hombre con él
unido como miembro vivo por caridad y por gracia. Todo esto se pierde
por un pecado mortal. Y lo que se gana es quedar condenado a las
penas del infierno para siempre, quedar por entonces borrado del
libro de la vida, quedar hecho en lugar de hijo de Dios, esclavo del
demonio, y en lugar de templo y morada de la Santísima Trinidad,
hecho cueva de ladrones y nido de serpientes y basiliscos.
Finalmente, queda el hombre como quedó el rey Sedequías en poder de
Nabucodonosor, o como Sansón después de perdidos los cabellos en
que estaba toda su fortaleza, flaco como todos los otros hombres, y
en poder de sus enemigos, los cuales le arrancaron los ojos y le
ataron a una atahona como a bestia, y así le hacían moler y
entender en oficio de bestia. Pues en este mismo estado queda el
hombre miserable después que por el pecado pierde los cabellos -que
es la fortaleza y ornamento de la divina gracia-, flaco para todas
las obras buenas, y ciego para el conocimiento de las cosas divinas,
y cautivo en poder de los demonios, los cuales lo ocupan siempre en
oficios de bestia, que es en cumplir y poner por obra todos sus
apetitos bestiales.
¿Parécete,
pues, que es estado éste para desear? ¿Parécete que son pérdidas
éstas para temer? ¿Parécete que es posible que tengan seso de
hombres los que, teniendo esto por fe, osan cometer con tanta
facilidad tantos pecados? Verdaderamente ésta es una de las cosas de
mayor asombro y espanto que hay en el mundo. Porque cosa es pecado
mortal, que ni de un rayo que cayese par de nosotros, ni del mismo
infierno que viésemos abierto ante los ojos, habíamos de tener tan
grande espanto como de sólo oír este nombre de pecado mortal.
Pues
de todas estas consideraciones te debes aprovechar cada vez que
fueres solicitado del enemigo a pecar, pesando en una balanza, por
una parte todas estas pérdidas, y por otra el interés y golosina
del pecado, y mirando si es razón que, por una tan sucia y tan torpe
ganancia, pierdas todos estos tan grandes y tan inestimables tesoros.
Porque el que esto hiciere, ninguna cosa le falta para ser hijo
heredero de aquel profano Esaú, de quien dice la Escritura que
vendió un tan rico mayorazgo que le pertenecía por una tan baja
golosina; y, esto hecho, fuese, haciendo poco caso de haber vendido
una heredad de tanto precio.
Los
pecados en particular
Y
aunque de todos los pecados mortales generalmente se debe el hombre
apartar, pero señaladamente lo debe hacer de estos seis, que son los
más ordinarios y en que más veces puede caer.
Entre
los cuales, el primero y el más grave de todos es la blasfemia, que
es un pecado muy vecino a los tres mayores pecados del mundo, que son
infidelidad, desesperación y odio de Dios -que es absolutamente el
mayor de todos, al cual es muy semejante la blasfemia, porque el
blasfemo, si pudiese en aquella hora tomar a Dios entre los dientes,
parece que lo despedazaría con aquel espíritu de furor que el
demonio le inspira-. Por donde dijo san Agustín que no menos pecaban
los que blasfemaban de Cristo, que ahora reina en el cielo, que los
que le crucificaron cuando estaba acá en la tierra. Éste es un
pecado que castiga Dios tan gravemente, que porque el rey Senaquerib
blasfemó contra él, le mató en una noche ciento y ochenta y cinco
mil hombres que tenía puestos en campo, y de ahí a pocos días se
levantaron contra él sus propios hijos y le mataron. Porque justa
cosa era que los mismos hijos rebelasen contra el padre que había
sido rebelde y blasfemo contra Dios.
Las
mujeres no caen en este pecado comúnmente, pero caen en otro muy
semejante a él, que es volverse contra Dios en los trabajos que les
envía, y quejarse dél y de su providencia, y poner mácula en su
justicia, y decir que no le agradecen la vida que les da, y maldecir
al día de su nacimiento y el siglo de sus padres, y pedirse la
muerte con la ira y rabia que tienen, y quejarse porque tanto tarda,
y a veces ofrecerse al demonio y echar maldiciones sobre sí. Todo
esto es linaje de blasfemia, y, todo, lenguaje que propiamente se usa
en el infierno entre los condenados, los cuales día y noche ninguna
otra cosa hacen sino ésta. Y déstos parece que han de ser
compañeros los que ahora usan este mismo oficio y hablan en esta
misma lengua. Y por esto, si tú temes ser deste número, trabaja por
humillarte y abajar la cabeza en todos los trabajos que Dios te
envía, tomándolos de su mano como una purga ordenada por un
sapientísimo médico para tu remedio, presuponiendo que Dios es la
misma bondad y la misma rectitud y justicia, y que tan imposible es
hacer cosa mal hecha, como dejar de ser el que es.
Y
si dices que los trabajos son grandes, piensa cuerdamente que no los
haces menores con la impaciencia, sino antes con ella los acrecientas
y doblas. Y si quieres hacer que te parezcan pequeños, compáralos,
como aconseja san Bernardo, con cuatro cosas, conviene saber, con los
beneficios que has recibido de Dios, y con los pecados que has hecho
contra él, y con las penas del infierno que por ellos mereces, y con
la gloria del Paraíso que por ellos esperas. Y con cualquier cosa
destas que los compares, te parecerán pequeños, cuanto más si los
comparas con todas ellas juntas.
El
segundo pecado, que tampoco está muy lejos de éste, es jurar el
nombre de Dios en vano. Porque este pecado es derechamente contra
Dios, y así, de su condición, es más grave que cualquier otro
pecado que se haga contra el prójimo, por muy grave que sea. Y no
sólo tiene esto verdad cuando se jura por el mismo nombre de Dios,
sino también cuando se jura por la cruz, y por los santos, y por la
vida propia. Porque cualquiera destos juramentos, si cae sobre
mentira, es pecado mortal, y pecado muy reprendido en las escrituras
sagradas como injurioso a la divina majestad.
Verdad
es que cuando el hombre descuidadamente, sin mirar en ello, jura
mentira, excusarse ha de pecado mortal, porque donde no hay juicio de
razón ni determinación de voluntad, no hay esta manera de pecado.
Mas
esto no se entiende en los que tienen costumbre de jurar a cada paso
sin hacer caso ni mirar cómo juran, y no les pesa de tenerla ni
procuran hacer lo que es de su parte por quitarla. Porque éstos no
se excusan de pecado cuando, por razón desta mala costumbre, juran
mentira sin mirar en ello, pudiendo y debiendo mirarlo. Ni pueden
alegar diciendo que no miraron en ello ni era su voluntad jurar
mentira. Porque, supuesto que ellos quieren tener esta mala
costumbre, también quieren lo que se sigue de ella, que es éste y
otros semejantes inconvenientes. Y por esto no dejan de imputárseles
por pecados, y llamarse voluntarios.
Por
esto debe trabajar el cristiano todo lo posible de desarraigar de sí
esta mala costumbre, para que así no se le imputen estos descuidos
por culpa mortal. Y para esto no hay otro mejor medio que tomar aquel
tan saludable consejo que nos dio primero el Salvador, y después su
apóstol Santiago diciendo: «Ante todas las cosas, hermanos míos,
no queráis jurar ni por el cielo ni por la tierra, ni otro cualquier
juramento; sino sea vuestra manera de hablar, sí por sí, y no por
no, porque no vengáis a caer en juicio de condenación.» Quiere
decir: porque no os lleve la costumbre a jurar alguna mentira por
donde seáis juzgados y sentenciados a muerte perpetua.
Y
no sólo de su propia persona, sino también de sus hijos y familia y
casa trabaje por desterrar este tan peligroso vicio, reprendiendo y
avisando a todos sus familiares cuando los viere jurar cualquier
juramento que sea. Y cuando él mismo en esto se descuidare, tenga
por estilo de dar alguna limosna, o rezar siquiera un Pater noster y
Ave María, para que esto le sea, no tanto penitencia de la culpa,
cuanto memorial y despertador para no caer más en ella.
El
tercero pecado que debe huir después déste es todo género de
torpeza y carnalidad, en el cual pecado puede el hombre caer, o por
obra, o por palabra, o por pensamiento y deseo determinado de hacer
algún mal recaudo, o también por delectación morosa, que es otra
manera de pecado mortal más sutil y menos conocido. Y delectación
morosa llamamos, cuando un hombre voluntariamente se quiere estar
pensando y deleitando en un pensamiento torpe, aunque no le quisiese
poner por obra. Porque también esto es pecado mortal como lo demás.
Esto se entiende cuando el hombre velo que piensa, y quiere estarse
en ello, o no lo quiere apartar de sí. Porque si esto fuese como a
traición, y el hombre no echase de ver lo que hace, y cuando
volviese en sí y se hallase con el hurto en las manos trabajase por
sacudirle de sí, ya esto no sería pecado mortal, por la falta que
hubo de deliberación.
El
cuarto pecado mortal es cualquier odio y enemistad formada, que
comúnmente viene acompañada con deseo de venganza. Digo esto porque
cuando es algún rencorcillo y disgusto entre personas, que no llega
a deseos de venganza ni a desear mal, o pedirlo a Dios o procurarlo,
no es pecado mortal. Mas de la otra manera sí, y muy grave, como
luego se verá.
El
quinto pecado mortal es retener lo ajeno contra la voluntad de su
dueño. Porque todo el tiempo que desta manera lo retiene, está en
estado de condenación, como si estuviese enemistado o amancebado.
Porque no sólo es pecado mortal el tomar lo ajeno, sino también el
retenerlo contra voluntad de cuyo es. Y no basta que tenga el hombre
propósito de restituir adelante, como algunos hacen, si luego lo
puede hacer, porque no sólo tiene obligación a restituir, sino
también a luego restituir si luego puede. Porque si no pudiese
luego, o del todo no pudiese, por haber venido a suma pobreza, en tal
caso no sería obligado ni a uno ni a otro, porque Dios no obliga a
nadie a lo imposible.
El
sexto pecado mortal es quebrantar cualquiera de los mandamientos de
la Iglesia que obligan debajo de precepto, como son oír misa entera
con atención domingos y fiestas, confesar una vez en el año,
comulgar por Pascua, y ayunar los días que ella manda, etc. Este
ayuno obliga de veintiún años arriba a los que no son enfermos o
muy flacos, o viejos o trabajadores, o mujeres que crían o están
preñadas, y a los que no tienen para comer bastantemente una vez al
día. Y así puede haber otros impedimentos semejantes.
En
lo que toca al oír de las misas los días de obligación, hase de
advertir que no cumple con este mandamiento el que está en la misa
con sólo el cuerpo, y mucho menos el que allí está parlando. Sino
es necesario que procure estar allí atento a la misa y a los
misterios de ella o de alguno otro santo pensamiento, o a lo menos
rezando alguna cosa devota.
Ítem,
los que tienen empleados, criados, hijos y familia deben procurar con
todo estudio y diligencia que éstos oigan misa los días de
obligación, y si no pudieren acudir a la mayor por haber de quedar
en casa a aderezar la comida o a otras cosas necesarias, a lo menos
procuren que ese día por la mañana oigan una misa rezada, para que
así cumplan con esta obligación. En lo cual hay muchos señores de
familia muy culpados y negligentes en esta parte, los cuales darán a
Dios cuenta estrecha desta negligencia. Verdad es que cuando se
ofreciese urgente y razonable causa por donde no se pudiese oír la
misa, como es estar curando de un enfermo o cosas semejantes,
entonces no sería pecado dejar la misa, porque la necesidad carece
de ley.
Otras
seis maneras de pecados que muchas veces pueden ser mortales
Estas
seis maneras de pecados susodichos siempre son mortales. Hay otras
seis que, aunque no siempre sean mortales, muchas veces lo pueden
ser, y comúnmente son pecados veniales graves y muy vecinos a
mortales, por lo cual se deben también evitar con todo estudio y
diligencia.
Entre
los cuales el primero es la envidia, que aunque no todas veces sea
pecado mortal -como cuando es de cosas pequeñas, o cuando es más un
movimiento en la parte sensitiva de nuestra ánima, que en la
voluntad determinada por juicio de razón-, mas muchas veces lo puede
ser, cuando es en cosas graves y con juicio y determinación de la
voluntad. Y ella misma de su linaje es pecado mortal, porque milita
contra la caridad, en la cual consiste la vida del ánima. Y por
tanto debe el hombre huir deste pecado como de la misma muerte.
El
segundo pecado es ira, que aunque no siempre, ni las más veces, sea
pecado mortal, algunas veces lo puede ser, como cuando llega a decir
palabras, no sólo desentonadas y coléricas, sino también
afrentosas e injuriosas al prójimo. Y cuando no es pecado mortal, a
lo menos es pecado grave y que desasosiega mucho el ánima y turba la
paz de la conciencia. Los señores que tienen empleados y criados
bien pueden, cuando es razón, castigarlos por obra y por palabra,
mas deben refrenar cuanto pudieren la ira del corazón, y guardarse
de llamarles perros o moros, o de encomendarlos al demonio, o de
echarles maldiciones, especialmente cuando son hijos.
El
tercero pecado es murmuración, la cual algunas veces viene a parar
en detracción, porque comenzando a decir de una persona las culpas
públicas y livianas, de ahí venimos poco a poco a parar en las
secretas y graves, con que una persona queda infamada y publicada por
mala, lo cual sin duda es de grandísimo peligro y perjuicio, pues es
contra la fama y la honra, la cual todos tienen en más que la
hacienda, y algunos aún en más que la misma vida.
El
cuarto pecado es escarnecer y mofar del prójimo. El cual vicio tiene
toda la fealdad que el pasado, y añade más sobre él soberbia,
presunción, menosprecio y desdén, que es una cosa muy aborrecible a
Dios y al mundo. Por lo cual mandaba el mismo Dios en la ley,
diciendo: «No serás maldiciente ni escarnecedor en los pueblos.»
El
quinto pecado es juzgar temerariamente los hechos y dichos de los
prójimos, echando a mala parte lo que se podía echar a buena,
contra aquello que el Salvador nos manda en el evangelio diciendo:
«No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis
condenados.» Esto también muchas veces puede ser pecado mortal,
cuando lo que se juzga es cosa grave, y se juzga livianamente y con
poco fundamento. Mas cuando la cosa fuese liviana y el juicio fuese
más sospecha que juicio, entonces no sería pecado mortal. En este
pecado hay un grande y no conocido peligro, algunas veces en hombres
y muchas más en mujeres, las cuales, cuando les falta algo de sus
casas o tienen celos de sus maridos, con el dolor y escocimiento de
lo uno o de lo otro, dan lugar a su corazón de sospechar, y a veces
también de juzgar sobre fulano y fulana, por muy livianos indicios
que tengan. Y lo que peor es: muchas veces sacan por la boca lo que
tienen en el corazón, donde vienen a hacer a una ladrona, a otra
mala mujer, a otra entrevenidera o hechicera. Donde caen en dos
grandes pecados: el uno juzgar al prójimo, y el otro levantarle
falso testimonio, a quien después quedan obligadas a restituir su
fama, que por maravilla restituyen.
El
sexto pecado es mentira y lisonja, que también pueden ser pecados
mortales cuando lo uno o lo otro cae en cosa grave y perjudicial al
prójimo. Lo cual es pecado mortal, y aún con cargo de restitución,
cuando de aquí se siguió algún daño notable.
Éstos
son los pecados más cotidianos, en que más veces suelen caer los
hombres. De los cuales, todos debemos siempre huir con suma
diligencia, de los unos porque son mortales, y de los otros porque
están muy cerca de serlo, demás de ser de suyo más graves que los
otros comunes veniales. Desta manera conservaremos la inocencia y
aquellas vestiduras blancas que nos aconseja Salomón, cuando dice:
«En todo tiempo estén blancas tus vestiduras, y nunca jamás falte
olio de tu cabeza», que es la unción de la divina gracia, la cual
nos da lumbre y fortaleza para todas las cosas, y nos enseña y
esfuerza para todo bien.
Los
pecados veniales
Y
aunque éstos sean los principales pecados de que te debes guardar,
no por eso pienses ya que tienes licencia para aflojar la rienda a
todos los otros pecados veniales. Antes instantísimamente te ruego
no seas del número de aquellos que, en sabiendo que una cosa no es
pecado mortal, luego sin más escrúpulo se arrojan a ella con
grandísima facilidad. Acuérdate que dice el Sabio que el que
menosprecia las cosas menores, presto caerá en las mayores.
Acuérdate del proverbio que dice que por un clavo se pierde una
herradura, y por una herradura un caballo, y por un caballo un
caballero. Las casas que vienen a caer por tiempo, primero comenzaron
por unas pequeñas goteras y ésas poco a poco pudrieron la madera, y
así vinieron a arruinarse y dar consigo en tierra. Acuérdate que
aunque sea verdad que no bastan siete ni siete mil pecados veniales
para hacer un mortal, pero que todavía es verdad lo que dice san
Agustín por estas palabras: «No queráis menospreciar los pecados
veniales porque son pequeños, sino temedlos porque son muchos.
Porque muchas veces acaece que las bestias pequeñas, cuando son
muchas, maten los hombres. ¿Por ventura no son muy menudos los
granos del arena? Pues si cargáis un navío de mucha arena, presto
se irá con ella a fondo. ¡Cuán menudas son las gotas del agua!
¿Por ventura no hinchen los caudalosos ríos y derriban las casas
soberbias?» Esto, pues, dice san Agustín, no porque muchos pecados
veniales hagan un mortal, como ya dijimos, sino porque disponen para
él y muchas veces vienen a dar en él. Y no sólo esto es verdad,
sino también lo que dice san Gregorio, que muchas veces es mayor
peligro caer en las culpas pequeñas que en las grandes. Porque la
culpa grande, cuanto más claro se conoce, tanto más presto se
enmienda; mas la pequeña, como se tiene en nada, tanto más
peligrosamente se repite, cuanto más seguramente se comete.
Finalmente,
los pecados veniales, por pequeños que sean, hacen mucho daño en el
ánima, porque quitan la devoción, turban la paz de la conciencia,
apagan el fervor de la caridad, enflaquecen los corazones, amortiguan
el vigor del ánimo, aflojan el rigor de la vida espiritual
y,finalmente, resisten en su manera al Espíritu Santo e impiden su
operación en nosotros. Por donde con todo estudio se deben evitar,
pues nos consta cierto que no hay enemigo tan pequeño que,
despreciado, no sea muy poderoso para dañar.
Y
si quieres saber en qué géneros de cosas se cometen estos pecados,
digo que en un poco de ira o de gula o de vanagloria, en palabras y
pensamientos ociosos, en risas y burlas desordenadas, en tiempo
perdido, en dormir demasiado, en mentiras y lisonjerías de cosas
livianas, y así en otras cosas semejantes.
Tenemos,
pues, aquí señaladas tres diferencias de pecados: unos, que
comúnmente son mortales; otros, que comúnmente son veniales; otros,
como medios entre estos dos extremos, que a veces son mortales y a
veces veniales. De todos conviene que nos guardemos, pero mucho más
de estos que están como en el medio, y mucho más de los mortales,
pues por ellos solos se rompe la paz y amistad con Dios y se pierden
todos aquellos bienes que arriba dijimos. Ahora será bien que
tratemos de los remedios generales que hay contra ellos.
De
los remedios generales contra todo pecado
Y
porque no basta descubrir las llagas si no se provee de medicina
contra ellas, señalaré aquí en breve doce maneras de remedios
generales que hay contra todo género de pecados, especialmente
contra los mortales.
Entre
los cuales, el primero es considerar atentamente todas aquellas
pérdidas que dijimos se perdían por un pecado mortal. Porque apenas
puede haber hombre que tenga seso y se ponga a considerar todas
aquellas pérdidas sobredichas, o parte de ellas, que tenga manos o
corazón para cometer un pecado desta cualidad.
El
segundo, huir las ocasiones de pecados, como son juegos, malas
compañías, conversaciones, comunicaciones sospechosas, y vista y
trato de mujeres, porque quien esto no evita, bien puede tenerse por
caído y llorarse ya por muerto. Si un hombre estuviese tan flaco y
enfermo que de su estado propio cayese muchas veces en tierra, ¿qué
seguridad tendría éste si le tirasen por el brazo o le diesen un
empellón? Pues si el hombre, por el pecado, quedó tan miserable y
tan flaco que muchas veces cae por su propia flaqueza sin tener
ocasión para caer, ¿qué hará ofreciéndosele ocasión para ello,
pues es verdadera sentencia que en el arca abierta el justo peca?
El
tercero es resistir al principio de la tentación con grandísima
presteza, poniendo ante los ojos del ánima a Cristo crucificado, con
aquella misma figura lastimera que tuvo en la cruz, todo hecho llagas
y
ríos
de sangre, y acordarse que aquél es Dios, y que se puso allí por el
pecado, y temblar de hacer cosa que fue parte para traer a Dios en
tal estado. Y considerando esto, llamémosle de lo íntimo de nuestro
corazón para que nos ayude y libre dese dragón infernal, y no
permita que tan gran trabajo suyo haya sido tomado por nosotros en
vano.
El
cuarto es el uso de los sacramentos, que no son otra cosa sino
remedios inventados por Dios para curar los pecados hechos y
preservar de los venideros, y es el mayor beneficio que recibimos en
la ley de gracia. Y aunque en todo tiempo tenga sazón el uso de los
sacramentos, pero especialmente al tiempo de la tentación es
grandísimo remedio acudir a la confesión. Y si alguna vez, lo que
Dios no permita, cayeses en pecado, en ninguna manera te debes
acostar con él, porque no sabes lo que será de ahí a la mañana,
sino trabaja ese mismo día por confesarte y arrepentirte, porque,
como dice san Gregorio, «si el pecado no se quita luego por la
penitencia, luego con su propia carga trae otro en pos de sí».
El
quinto es el uso de la frecuente y devota oración, en la cual se
pide fortaleza y gracia contra el pecado y se gustan las
consolaciones del Espíritu Santo, con que fácilmente se desprecian
las del mundo, y se alcanza el espíritu de la devoción esencial que
nos hace prontos y hábiles para todo bien.
El
sexto es lección de buenos y santos libros, con la cual se ocupa
bien el tiempo, y se alumbra el entendimiento con el conocimiento de
la verdad, y se enciende la voluntad en devoción, y así se hace el
hombre más fuerte contra el pecado y más hábil para toda virtud.
El
séptimo es ocupación en obras pías y ejercicios honestos, porque
el hombre ocioso es como la tierra holgada, que no llega otra cosa
sino cardos y espinas. Por donde con razón dijo el Sabio que muchos
males enseñó al hombre la ociosidad.
El
octavo es el ayuno y las asperezas corporales, y abstinencia de vino
y de manjares calientes, porque, entre otros loores que tiene el
ayuno, éste es muy principal que, enflaqueciendo el enemigo
doméstico, enflaquece también todos los ímpetus y pasiones dél. Y
por esta causa, y también por satisfacción de nuestros pecados y
por imitación y honra de la pasión de Cristo, se da por muy
saludable consejo que el cristiano procure cada día, y especialmente
todos los viernes del año, hacer alguna manera de penitencia, aunque
sea pequeña, o en el comer, o en el beber, o en el dormir, o en
estar de rodillas, o en sufrir algún pequeñuelo trabajo, o en
perdonar algún enojo, o en negar su propia voluntad y apetito en
cosas que mucho desea, o en otra cualquier obra semejante. Porque
esto aprovecha, no sólo para remedio de los pecados, sino también
para otros grandes provechos.
El
nono es silencio y soledad, porque como dice Salomón, «en el mucho
hablar no pueden faltar pecados», y, como dijo otro sabio, «nunca
entré en la compañía de otros hombres, que no saliese de allí
menos hombre». Y por esto el que quiere quitar parte de sus armas al
pecado, huya de conversaciones, de compañías no necesarias, y de
visitaciones y cumplimientos de mundo, porque por experiencia
hallará, si esto no hace, cuál vuelve después a su posada, cuán
desconsolado y descontento, y cuán llena la cabeza de imágenes y
representaciones de cosas que le dan bien en qué entender al tiempo
que quiere recogerse.
El
décimo es examinarse cada noche antes que se acueste, y tomarse
cuenta de lo que ha hecho aquel día y de cómo ha gastado el tiempo.
Y puede proceder en este examen por los mismos documentos desta
regla, considerando si ha caído en alguno destos doce pecados que
aquí habemos contado, y desfallecido en los remedios. Desta manera
podrá examinarse, y también acusarse ante Dios, de la soberbia y
vanagloria, de la envidia, rencores o enemistades, de las sospechas y
juicios temerarios, de la vana tristeza y vana alegría por las cosas
del mundo, de los deseos desordenados de tener haciendas o estados u
honras temporales, de las tentaciones contra la fe y contra la
limpieza y castidad, de las mentiras y palabras ociosas, de los
juramentos sin necesidad, de las burlas y palabras dichas en ofensas
del prójimo, de la pereza y negligencia en las obras de virtud, de
que eres tibio en el amor de Dios, desagradecido a su majestad,
olvidado de los beneficios recibidos, seco como una arista en la
oración, frío en la caridad con los pobres. Y de todo esto en
particular te pese, y pide perdón a nuestro señor con firme
propósito de la enmienda. Y después que así hubieres lavado con
lágrimas tu lecho según lo hacía David, dormirás con más
sosegado sueño y sentirás grande alivio de tu conciencia y
espiritual consolación en tu alma.
Y
para los que son particularmente tentados de algún vicio -como es
ira, vanagloria, jactancia u otros semejantes- es muy gran remedio,
demás deste examen y confesión de la noche, armarse cada día por
la mañana con propósitos y oraciones contra este tal vicio,
pidiendo instantemente al Señor especial ayuda contra él, porque
esta manera de prevención y reparo cotidiano hace mucho al caso para
ganar victoria del enemigo. Y no menos ayuda para esto tomar cada
semana una especial empresa, o de vencer un vicio o de alcanzar una
virtud, porque desta manera poco a poco va el hombre ganando tierra y
alcanzando virtudes y apoderándose de sí mismo.
El
undécimo remedio es vivir con cuidado de evitar aún los pecados
veniales, pues ellos son los que disponen para los mortales, de lo
cual arriba ya tratamos. Porque el que está habituado a huir los
menores males, mucho más se guardará de los mayores.
El
duodécimo y último remedio es romper con el mundo y con todas sus
leyes, vanidades y cumplimientos, y no hacer caso del decir de las
gentes, porque éste es el primer capítulo que ha de aceptar el que
trata de amistad con Dios, según aquello de Santiago que dice:
«Quienquiera que quisiere ser amigo de Dios, luego se ha de declarar
por enemigo del mundo.» Porque de otra manera, como dice el
Salvador, «imposible es servir a dos señores», especialmente
siendo tan contrarios como son, pues Dios es la suma de todos bienes,
y el mundo está todo, como dice san Juan, armado sobre males. Y
tenga por cierto quienquiera que no rompiere con el mundo, ni le
perdiere la vergüenza en lo que debe perderse, que no podrá dejar
de hacer muchos males por temor del mundo, y excusarse de muchos
bienes por la misma causa. Y esto basta para tenerse por siervo del
mundo y no de Dios, pues, por no descontentar al mundo, descontenta a
Dios.
De
los remedios particulares contra los vicios
Estos
son los remedios generales que se suelen dar contra los vicios.
Hay
otros particulares que militan contra cada uno de los vicios en
particular. Y porque las raíces de todos cuantos vicios hay son
aquellos siete que por esto se llaman capitales, contra éstos puedes
aprovecharte destos brevísimos y eficacísimos remedios, con los
cuales se defendía un religioso varón, diciendo así:
Contra
la soberbia
Cuando
considero a cuán grande extremo de humildad se abajó aquel altísimo
hijo de Dios por mí, nunca tanto me pudo abatir alguna criatura, que
no me tuviese por digno de mayor abatimiento.
Contra
la avaricia
Como
entendí que con ninguna cosa podía mi ánima tener hartura sino con
sólo Dios, parecióme que era gran locura buscar otra cosa fuera de
él.
Contra
la lujuria
Después
que entendí la grandísima dignidad que mi cuerpo recibe cuando
recibe el sacratísimo cuerpo de Cristo, parecióme que era grande
sacrilegio profanar el templo, que él para sí consagró, con la
torpeza de los pecados carnales.
Contra
la ira
Ninguna
injuria de hombres bastará para turbarme, si me acordare de las
injurias que yo tengo hechas contra Dios.
Contra
el odio y envidia
Después
que entendí cómo Dios había recibido un tan gran pecador como yo,
no pude querer a nadie mal ni negarle perdón.
Contra
la gula
Quien
considerare aquella amarguísima hiel y vinagre que en medio de sus
tormentos se dio por último refrigerio al Hijo de Dios, que por
ajenos pecados padecía, habrá vergüenza de buscar manjares
regalados y exquisitos, teniendo tanta obligación a padecer algo por
sus propios pecados.
Contra
la pereza
Como
entendí que después de tan brevísimo trabajo se alcanzaba gloria
perdurable, parecióme que era muy pequeña cualquier fatiga que por
esta causa se padeciese.
El siguiente video contiene la totalidad de la predicación anterior: "De los Vicios y de sus Remedios", de Fray Luis de Granada.
VIDEO:
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Fuente: Guía de pecadores, de Fray Luis de Granada (1504-1588).